La corrupción de los políticos no suscita mayores irritaciones. Está en la costumbre y en la tradición.
HACE cinco años, cuando era presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall se lo dijo a Artur Mas, a la sazón jefe de la oposición en el Parlament: «Ustedes tienen un problema y ese problema se llama 3 por ciento». Maragall se quedó corto. Según la Agencia Tributaria y el juez que investiga el desfalco en el Palau de la Música, el problema en lo que a Convergencia Democrática de Cataluña respecta es del 4 por ciento. Otra cosa es lo que los intermediarios, indispensables en el tráfico mercantil lícito e ilícito, se hayan quedado por el camino. Félix Mollet y Jordi Montull, los administradores del Palau y protagonistas del escándalo en curso, sirvieron de intermediaros entre el Gobierno de CiU y Ferrovial para que la compañía fundada por Rafael del Pino recibiera el encargo para la construcción de la línea 9 del Metro barcelonés y —simbólicamente, supongo— la Ciudad de la Justicia.
Nuestra corta experiencia democrática es larga en escándalos de corrupción. El crecimiento económico de los últimos 30 años, que ha sido parejo a la merma de los servicios de intervención y control del Estado, ha favorecido, junto con la laxitud moral imperante, un generalizado desprecio por los fondos públicos, el dinero de todos, que, a decir de la que fue ministra de Cultura, Carmen Calvo, «no es de nadie». Pero un caso tan flagrante como el de las relaciones entre una empresa constructora y un Gobierno autonómico, con conocimiento de los intermediarios y el monto de la operación, es algo nuevo que, eso sí, tendrán que sentenciar los tribunales; pero que, con lo ya puesto en evidencia, es motivo suficiente para el escándalo. No es un problema de cuantía, que la moral no tiene calculadora; sino de actitudes y modos de proceder.
En casos como éste, demasiado frecuentes, no se sabe qué ver con peores ojos. La corrupción de los políticos, aun siendo la mayoría —supongo— de acrisolada honradez, no suscita mayores irritaciones. Está en la costumbre y, con diversas cuantías y procedimientos, también en la tradición. Que se lo pregunten al Duque de Lerma. Otra cosa es la seriedad y el rigor de las empresas. Especialmente de las que cotizan en Bolsa y, por ello, tienen una propiedad dispersa y colectiva. ¿Cuentan sus rectores con el visto bueno de sus accionistas para entregarse a prácticas tan indignas y reprobables? En el caso de Ferrovial, ¿podrá esa compañía firmar nuevos contratos con cargo al Presupuesto de las Administraciones públicas? La frecuencia de la corrupción instala la sospecha permanente y es urgente erradicar del juego a los tramposos, públicos o privados.
En casos como éste, demasiado frecuentes, no se sabe qué ver con peores ojos. La corrupción de los políticos, aun siendo la mayoría —supongo— de acrisolada honradez, no suscita mayores irritaciones. Está en la costumbre y, con diversas cuantías y procedimientos, también en la tradición. Que se lo pregunten al Duque de Lerma. Otra cosa es la seriedad y el rigor de las empresas. Especialmente de las que cotizan en Bolsa y, por ello, tienen una propiedad dispersa y colectiva. ¿Cuentan sus rectores con el visto bueno de sus accionistas para entregarse a prácticas tan indignas y reprobables? En el caso de Ferrovial, ¿podrá esa compañía firmar nuevos contratos con cargo al Presupuesto de las Administraciones públicas? La frecuencia de la corrupción instala la sospecha permanente y es urgente erradicar del juego a los tramposos, públicos o privados.
ABC - Opinión
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