El Partido Popular catalán debe ganar una posición estratégica que permita iniciar el inaplazable cambio político necesario en Cataluña y en España.

DESDE que la incógnita de las elecciones catalanas se reduce a la dimensión de la victoria de Convergencia i Unió, el socialismo ha de prepararse para una derrota que irá más allá de la factura política que deberá pagar José Montilla por la gestión del tripartito. Lo que está llamado a quebrar es el proyecto político que Zapatero puso en marcha en 2003, cuando impulsó y apoyó la constitución de un gobierno autonómico con independentistas y cuyo objetivo era un estatuto soberanista. Esa proyección nacional de las elecciones catalanas se combina de forma espontánea con la necesidad de que el próximo gobierno autonómico, en manos de CiU, esté sometido a unos contrapesos que lo obliguen a desechar sus propuestas más inviables, como la reivindicación de un concierto económico para Cataluña —ahora, cuando más necesaria es la integración de las economías; o más radicales, como la contumacia en las políticas de inmersión lingüísticas y multas por no usar el catalán. Las buenas expectativas de CiU tienen más que ver con la aspiración de los catalanes a una forma de gobernar menos conflictiva que la del tripartito que a una aceleración de las mismas políticas soberanistas que han fracasado.
La obtención de un buen resultado por el PP es una condición necesaria para que el próximo gobierno nacionalista de Cataluña se vea conminado a pensarse nuevas aventuras soberanistas o confederales. Al margen de declaraciones de clara coyuntura electoral, los modelos sociales y económicos de convergentes y populares tienen más puntos en común que en discordia. Los experimentos estatutarios y frentistas del socialismo con sus aliados han deprimido la vitalidad de la sociedad catalana, ya saturada de muchos años de victimismo nacionalista. Una temporada de políticas realistas, bien estructuradas en sus prioridades e incardinadas en propuestas de cooperación leal con las instituciones centrales, tendrá efectos saludables innegables en la vida catalana. Si el PP está en condiciones, a partir del próximo domingo, de condicionar bien sea la investidura del nuevo Gobierno, bien sean sus principales líneas políticas, se abrirá un tiempo para la renovación de expectativas, que habrá de continuar en las elecciones autonómicas y locales de 2011 y en las generales de 2012. Como sucediera en el País Vasco —con un contexto y con unas consecuencias totalmente distintas—, el PP catalán debe ganar una posición estratégica que permita iniciar el inaplazable cambio político necesario en Cataluña y en España.
ABC - Editorial
0 comentarios:
Publicar un comentario