El socialismo catalán ha tenido desde antaño dos corrientes: una más catalanista y otra que no necesitaba adornos para ser socialista.
El socialismo catalán ha tenido desde antaño dos corrientes: una más catalanista —a veces mucho— y otra que no necesitaba adornos para ser socialista ni tenía mucha preocupación, la verdad, para buscarse una identidad en las cenas de la alta burguesía. El problema de José Montilla no es, sin embargo, haber optado por una de esas corrientes ni incluso haber elegido la ambigüedad para bandearse entre ellas. Es, más bien, la confusión, que parece ahora la nueva y mayoritaria corriente, camino de perder antiguos apoyos y, a la postre, el poder. Da la impresión de seguir jugando un partido ya finalizado o de no dejar de desfilar, muy marcial y aguerrido, en una procesión que ha terminado.
En esa deriva ha aterrizado en el tópico de asegurar que la derecha soporta mejor que la izquierda la corrupción, que es una tontería tan ilustrada como las que tratan de empujar a los adversarios en vez de debatir seriamente con ellos. Tampoco se puede esperar demasiado cuando, después de haber tenido que escaparse de una manifestación convocada por él mismo contra el Tribunal Constitucional, espera ahora su sentencia tras haber recurrido —recurrido al Constitucional, qué espanto— el plan gubernamental de ayuda a los municipios.
El dirigente de un partido que, en el final de la década de los ochenta y hasta el 96, resistió votado numantinamente por los suyos en un escenario de corrupción generalizada no parece el más indicado para achacar a la derecha una condescendencia para la que no hay explicación ideológica. La corrupción no tiene el efecto electoral que cabría esperar, es cierto, pero eso ocurre a izquierda y derecha, es decir, en ambos territorios los ciudadanos se alejan de la política, que es un efecto más sociológico porque se va imponiendo la idea —injusta pero machacona— de que es la política la que es, per se, corrupta. Y que lo es, además, inevitablemente. Lo que resulta pasmoso es que los políticos, en vez de reflexionar sobre ello y rectificar sus modos, elijan mostrarse intolerantes solo con la corrupción de sus adversarios. El tiovivo sigue girando.
Tampoco es que Montilla piense que va a perder las elecciones porque la derecha es malvada y tolerante con las vergüenzas. Una cosa es estar confuso y otra estar en la inopia. La paradoja es que no va a ser castigado electoralmente por las irregularidades de los suyos, que las hay, sino por la sensación de que su política es inútil.
El dirigente de un partido que, en el final de la década de los ochenta y hasta el 96, resistió votado numantinamente por los suyos en un escenario de corrupción generalizada no parece el más indicado para achacar a la derecha una condescendencia para la que no hay explicación ideológica. La corrupción no tiene el efecto electoral que cabría esperar, es cierto, pero eso ocurre a izquierda y derecha, es decir, en ambos territorios los ciudadanos se alejan de la política, que es un efecto más sociológico porque se va imponiendo la idea —injusta pero machacona— de que es la política la que es, per se, corrupta. Y que lo es, además, inevitablemente. Lo que resulta pasmoso es que los políticos, en vez de reflexionar sobre ello y rectificar sus modos, elijan mostrarse intolerantes solo con la corrupción de sus adversarios. El tiovivo sigue girando.
Tampoco es que Montilla piense que va a perder las elecciones porque la derecha es malvada y tolerante con las vergüenzas. Una cosa es estar confuso y otra estar en la inopia. La paradoja es que no va a ser castigado electoralmente por las irregularidades de los suyos, que las hay, sino por la sensación de que su política es inútil.
ABC - Opinión
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