Jugamos. Todos. Sin más objeto que el de ser entretenidos. Para ello trenzamos reglas estrictas.
Jugamos. Todos. Sin más objeto que el de ser entretenidos. Para ello trenzamos reglas estrictas. Sembramos de riesgos la partida, de estrategias que, en medidas diversas, remiten siempre al horizonte exorcizado de la muerte. Tasamos ganancia y coste para aquel que vence o pierde. El juego es ficción escénica de la vida. Da igual que el escenario sea el del tablero sobre el cual dos desarrollan las largas estrategias militares del ajedrez o el go. Da igual que el juego se despliegue en soledad ante la montaña o bien en el estruendo del estadio. Da igual que en él se crucen incruentos floretes o el grave guante de los boxeadores. Sin el juego, lo humano es sólo angustia: todo juego es sagrado. La tauromaquia es eso: un juego. Y, como todo juego, tiene reglas. Que yo ignoro, como otros ignorarán las de escritura o cine, sin los cuales no concibo yo la vida. Y, como todo juego, pone en el proscenio un riesgo. Neutralizado sólo hasta cierto punto, porque la ausencia de riesgo trueca el juego en ridículo. Juegan a él sólo aquellos que saben. Y son espectadores aquellos que se envuelven en las reglas de su rito. Nada, en esa operación metafísica que es el refugio en el cual juega un hombre, pinta el Estado. Ni para alentar ni para prohibir. El juego es un paréntesis de eternidad fingida. Y el jugador está solo.
ABC - Opinión
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