De todos los solares de todas las ciudades de América, la Zona Cero es acaso el más inoportuno para una mezquita.
DE todos los cafés de todas las ciudades del mundo, se quejaba Rick Blaine-Bogart en «Casablanca», Ilsa-Ingrid Bergman había tenido que aparecer precisamente en el suyo para resucitar un viejo dolor enterrado. Algo así ha tenido que decir Barack (Hussein) Obama para rectificar su notable patinazo al defender el derecho de los musulmanes a construir una mezquita en la Zona Cero del 11-S: de todos los solares de todas las ciudades de todos los Estados Unidos, ése es probablemente el más inoportuno porque revive heridas mal cerradas en la conciencia de un pueblo atacado. Presa de un ataque de zapaterismo—síndrome que se manifiesta en decirle a todo el mundo lo que quiere oír—, el presidente americano sucumbió a la tentación de granjearse las simpatías islámicas durante una cena conmemorativa del Ramadán, pero la reacción irritada de sus compatriotas le ha forzado a recular ante una lógica corriente adversa de opinión pública. Al final ha dejado las cosas, acaso un poco tarde, en su justo término: el derecho a levantar mezquitas no se discute en una sociedad abierta, pero quizás en ese sitio no se trate de una buena idea.
Al fondo de toda esta polémica, que nos resulta familiar en un país también golpeado por el fundamentalismo islámico, no late tanto el problema de la tolerancia como el de la reciprocidad. El Estado liberal consagra la libertad de culto y la hace efectiva sin mayores problemas, como prueba la celebración masiva del Ramadán en Europa y América, pero esa pacífica coexistencia no debe enturbiarse con gestos interpretables como provocación innecesaria. La alianza de civilizaciones funciona de hecho en la realidad cotidiana —en España los trabajadores musulmanes gozan incluso del derecho a adaptar su jornada a la práctica del ayuno— sin trabas significativas al ejercicio de la oración ni de la prédica. Se trata de una cuestión asumida con naturalidad en el seno de las sociedades democráticas, que sin embargo no cuenta con un tratamiento recíproco en la mayoría de las naciones islámicas, donde no suelen concederse permisos para erigir iglesias cristianas ni para conmemorar la Navidad o la Semana Santa. Es esa falta de correlato lo que causa recelos y da lugar a sentimientos de agravio.
El debate de Nueva York no por eso un asunto de libertades sino de sensibilidad. Esa Córdoba House —vaya por Dios, el mito andalusí— que algún imán quiere edificar en el lugar donde más duele la tragedia no va a cicatrizar heridas, sino a reabrirlas. Y aunque queda claro que el Islam no es responsable de lo que allí ocurrió, también lo está que el impacto ambiental de una iniciativa así no acerca voluntades sino que las separa. La tolerancia es recíproca o no es tolerancia; el error de Obama sugiere que en caso de susceptibilidad al menos es menester atenerse al sentido común de la coexistencia.
El debate de Nueva York no por eso un asunto de libertades sino de sensibilidad. Esa Córdoba House —vaya por Dios, el mito andalusí— que algún imán quiere edificar en el lugar donde más duele la tragedia no va a cicatrizar heridas, sino a reabrirlas. Y aunque queda claro que el Islam no es responsable de lo que allí ocurrió, también lo está que el impacto ambiental de una iniciativa así no acerca voluntades sino que las separa. La tolerancia es recíproca o no es tolerancia; el error de Obama sugiere que en caso de susceptibilidad al menos es menester atenerse al sentido común de la coexistencia.
ABC - Opinión
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