jueves, 29 de julio de 2010

Rejón soberanista. Por Ignacio Camacho

El escrutinio es inequívoco: una vara de castigo soberanista en el morro de un toro simbólico llamado España.

POCAS cosas hay más españolas que la sectaria pasión de prohibir… salvo la pasión de prohibir los toros, que es tan antigua como la fiesta misma. En ese sentido, los soberanistas catalanes han incurrido con su abolición en pecado de lesa y típica españolidad al caer en el espeso vicio celtibérico de vetar a los demás todo aquello que no le gusta a uno; una de las grandes contradicciones del nacionalismo consiste en que comparte grandes rasgos emotivos con la España de la que se quiere alejar. Si algo enseña la historia de la polémica sobre la lidia es que los antitaurinos han sido siempre tipos más viscerales y castizos que los propios taurófilos: gente agitada, crispada, convulsa, pasional, dominada por una rancia convicción fundamentalista. Razones de más o de menos han tenido siempre unos y otros porque las corridas son un ritual tan atávico como subyugante, tan violento como heroico, tan cruel como sugestivo; pero el viejo debate no se ha sustanciado en la contemporaneidad hasta que no se ha impregnado del nuevo componente integrista que le suministra el soberanismo. Es decir, hasta que no se ha incluido en él el factor desequilibrante de las identidades excluyentes mediante una inyección de sesgo político.

La eterna controversia taurina no ha sido más que la máscara de una pantomima muy bien puesta en escena por el Parlamento catalán, que ha revestido el debate de impecable formalidad democrática. Pero basta observar el resultado de la votación para entender que el fondo de la cuestión no eran los toros en sí mismos, sino la condición cultural española del rito. Los votos a favor de la prohibición procedían todos del bloque soberanista, salvo tres socialistas que acaso hayan querido dejarse confundir por el disfraz intencional de la propuesta o bien se han alineado con el alma nacionalista de su partido en Cataluña. Se trata de un escrutinio inequívoco ante el que no cabe llamarse a engaño: la interdicción surge de una voluntad excluyente relacionada con el deseo de hacer visible una independencia metafórica, una separación virtual, un gesto de autodeterminación simbólica.

Sin ese componente de enfrentamiento identitario el asunto tendría un recorrido tan corto como el que van a tener las iniciativas prohibicionistas que surjan en el resto de España al amparo de la decisión catalana. La porfía antitaurina es un elemento más de la fiesta misma, y la mayoría de los españoles a los que no les gustan las corridas son más indiferentes que partidarios de proscribirlas porque la nuestra es ya una sociedad claramente antiautoritaria. El veto a la fiesta, con su carácter impositivo, con su rango de solemnidad política, constituye un acto explícito de afirmación soberanista. Es una vara de castigo clavada en el morro de un toro simbólico llamado España.


ABC - Opinión

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