El Gobierno muestra dificultades para concluir los cambios económicos y recuperar la confianza
El discurso económico del presidente del Gobierno en el debate sobre el estado de la nación dejó una declaración de principios para la memoria ("Tomaré las decisiones que España necesita aunque sean difíciles, cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste") y la defensa de las cuatro grandes líneas de política económica, una de las cuales es un plan de reducción del gasto público y tres consisten en reformas estructurales (sistema financiero, mercado de trabajo y pensiones) con distintos grados de elaboración. Obsesionado en la descalificación genérica, el PP ha sido incapaz de articular ningún argumento sólido contra cualquiera de esas políticas. Y no es de extrañar, porque las cuatro parten de un diagnóstico correcto de la situación (aunque quizá se podría objetar que la prioridad de la reforma laboral y el plan de ajuste del gasto podría haberse estructurado sin tanto daño para la inversión pública) y son exactamente las sendas por las que debería transitar un gobierno del PP.
EAhora bien, diagnosticar un problema y decidir una solución no equivale a resolverlo correctamente. El salto entre ambos términos se cubre con una gestión política y administrativa a corto plazo; y en este aspecto el Gobierno ha demostrado una dificultad que, en último extremo, puede comprometer la recuperación económica. Los cambios y decisiones de austeridad se han visto demediados por las vacilaciones o la incapacidad de sumar aliados. El recorte del gasto público, imprescindible para convencer a los acreedores de la deuda española de que es posible reducir el déficit desde más del 11% del PIB actual al 3% en 2013 tendría que haberse acompañado por comparecencias periódicas del Gobierno ante los inversores. Pero sobre todo requería una negociación a fondo con los poderes autonómicos para exigir un recorte drástico de los gastos y una redefinición en profundidad de las relaciones económicas del Estado con las autonomías.
La reforma financiera también pende del hilo autonómico. Las fusiones de cajas, calientes o frías, se han realizado a duras penas, porque los Gobiernos regionales no aceptan otras fusiones que no sean las de entidades de la misma autonomía. Pero cuando Zapatero da por hecho que la reforma financiera ha concluido, se olvida de que falta la tarea principal, el ajuste en personal y oficinas de las cajas fusionadas; y que en esa tarea los Gobiernos autónomos no van a colaborar, sino que esgrimirán la defensa del empleo. Tampoco mira a los bancos, cuya liquidez está estrangulada por la desconfianza de las entidades bancarias europeas.
La reforma laboral se fía a un proceso político enrevesado, con un decreto ley de efectos inmediatos enturbiado por la expectativa de que algunos aspectos de la norma pueden ser modificados durante la tramitación parlamentaria; y la reforma de las pensiones permanece varada, en estado de enunciación y sin expectativa de concreción a corto plazo. Ni el Gobierno ha demostrado fuerza política para imponerse a los poderes autonómicos ni suficiente arrojo para enfrentarse a los sindicatos.
No debe sorprender que las reformas económicas, anunciadas con alboroto pero tan torpemente instrumentadas, no acaben de servir del todo para recuperar la confianza de los mercados (aunque algo se ha avanzado), no se vean como imprescindibles por parte de la opinión pública española y tan solo susciten críticas arrebatadas entre quienes se oponen a ellas. A pesar de lo que crea el jefe del Gobierno, la credibilidad de la economía española pende hoy de las estadísticas. Un mal resultado del paro, una evolución torcida de la morosidad o cualquier accidente no previsto pueden dar al traste de forma súbita con la recuperación del diferencial de deuda o ahondar la desconfianza en los bancos, castigados con saña en el interbancario. Las reformas están a medio hacer; y en esas condiciones sirven de bien poco.
La reforma financiera también pende del hilo autonómico. Las fusiones de cajas, calientes o frías, se han realizado a duras penas, porque los Gobiernos regionales no aceptan otras fusiones que no sean las de entidades de la misma autonomía. Pero cuando Zapatero da por hecho que la reforma financiera ha concluido, se olvida de que falta la tarea principal, el ajuste en personal y oficinas de las cajas fusionadas; y que en esa tarea los Gobiernos autónomos no van a colaborar, sino que esgrimirán la defensa del empleo. Tampoco mira a los bancos, cuya liquidez está estrangulada por la desconfianza de las entidades bancarias europeas.
La reforma laboral se fía a un proceso político enrevesado, con un decreto ley de efectos inmediatos enturbiado por la expectativa de que algunos aspectos de la norma pueden ser modificados durante la tramitación parlamentaria; y la reforma de las pensiones permanece varada, en estado de enunciación y sin expectativa de concreción a corto plazo. Ni el Gobierno ha demostrado fuerza política para imponerse a los poderes autonómicos ni suficiente arrojo para enfrentarse a los sindicatos.
No debe sorprender que las reformas económicas, anunciadas con alboroto pero tan torpemente instrumentadas, no acaben de servir del todo para recuperar la confianza de los mercados (aunque algo se ha avanzado), no se vean como imprescindibles por parte de la opinión pública española y tan solo susciten críticas arrebatadas entre quienes se oponen a ellas. A pesar de lo que crea el jefe del Gobierno, la credibilidad de la economía española pende hoy de las estadísticas. Un mal resultado del paro, una evolución torcida de la morosidad o cualquier accidente no previsto pueden dar al traste de forma súbita con la recuperación del diferencial de deuda o ahondar la desconfianza en los bancos, castigados con saña en el interbancario. Las reformas están a medio hacer; y en esas condiciones sirven de bien poco.
El País - Editorial
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