sábado, 6 de febrero de 2010

No puedo, Ramón. Por Alfonso Ussía

A Zapatero le sucede con Obama lo que a mí con un viejo amor imposible de mi juventud donostiarra. Que Obama no le hace caso. Lo despachó del Desayuno de Oración sin entrevista particular. Le dijo que llegaría a las siete para hablar con él y lo hizo a las ocho, ya con el acto comenzado. Terminado el acontecimiento orante, Obama abandonó junto a Michelle el lugar a toda pastilla. Y mientras Zapatero hablaba, Obama meditaba. Ojos cerrados, más proclives al sueño que a la concentración devota.

Aquella mujer me hizo mucho daño. Los lectores que me han seguido durante los últimos lustros saben de mi traje de baño color mandarina. Una obra de arte. Se ajustaba perfectamente a mi cuerpo y me regalaba un paquete de gran envergadura. Modelo «Bermudas». La palanca, el trampolín fijo de la piscina del Real Club de Tenis de San Sebastián, sito en la falda del Monte Igueldo, era una palanca casi olímpica. Quince metros de altura, por lo menos. Ella se encontraba tomando el sol en las cercanías de la palanca, y yo hice por llamar su atención. Mi traje de baño no admitía la indiferencia por su vivo color. En lo alto del artilugio, procedí a ejecutar una breve tabla gimnástica. Creo que ella me observó un poco. Finalmente, para ablandar su corazón pétreo, salté con impulso muelle, dibujé haciendo el ángel una bella parábola en pos del agua, y entré en el líquido elemento como un clavo. Bajo el agua, elegí para emerger la zona donde ella se hallaba, y cual no sería mi sorpresa, cuando al hacerlo, ella había abandonado su sitio y se encontraba con un maromo en el bar tomando una cerveza y un pincho de tortilla. Alma quebrada, futuro negro, lágrimas a punto de cauce. Lo mismo que Zapatero con Obama. Pero algo hay que nos reúne anímicamente a Zapatero y a mí. La empecinada insistencia. Haciendo de tripas corazón, me presenté en el bar.


Igual que Zapatero en Washington. Escaso rendimiento para tan alto esfuerzo. Ella, como Obama a Zapatero, me dedicó una sonrisa. Pero no tenía nada que ver la sonrisa que me dedicó comparada con las que acompañaban a sus miradas al maromo. –¿Vienes por fin a España a la cumbre europea?–, le preguntó Zapatero a Obama aprovechando que entreabría los ojos. –No puedo, José María–, le respondió Obama confundiendo su nombre. Cuando se confunde un nombre hay que hacerlo con mejor intención. Si Obama le llama a Zapatero Pedro Ernesto, se trata de una equivocación, y basta. Pero decirle «José María» es propio de mala persona. Así que ella tomaba su pincho de tortilla con el maromo, y yo, que me había lanzado a los aires con vocación de inmersión limpia con un traje de baño color mandarina, decidí no darme por vencido. Tampoco Helena de Troya se convenció en un momento, y después la que armó. Me pudo el empecinamiento. –¿Quieres cenar conmigo esta noche?–. La pregunta no admitía dudas. La respuesta, por desgracia, tampoco. –No puedo Ramón. Otro día–.

Comprendo a Zapatero completamente. Y sufro con su padecimiento. El tiempo cura las heridas, José Luis.


La Razón - Opinión

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