viernes, 29 de enero de 2010

Ser y no ser Obama. Por Ignacio Camacho

POCA falta hacía que Elena Salgado proclamase en Davos que ella no es Obama; las diferencias saltan a la vista y no proceden sólo del sexo o el color de la piel. Tampoco Zapatero es Obama, aunque él trate de asimilarse al presidente americano y se le pegue en las fotos a ver si recibe una transfusión de carisma. Pero no, definitivamente no es Obama. Ni se le parece.

Porque Obama, aunque ande mermado de atractivos por el rápido desgaste del poder y por la sobredimensión de sus expectativas, tiene y conserva una formidable capacidad de liderazgo. Obama emprende reformas estructurales para luchar contra la crisis, aunque se equivoque o encalle con alguna de ellas, y cruza el pasillo simbólico de la ideología para buscar el apoyo de los independientes y de los adversarios políticos. Obama congela el gasto público para frenar el déficit. Obama llama guerra a la guerra y la defiende como un mal necesario para alcanzar la paz. Obama parte de una formación intelectual y jurídica de élite. Obama habla con una convicción contundente que proclama principios sin perderse en la retórica de las tautologías y las obviedades. Obama predica la ética del esfuerzo y enaltece el espíritu de sacrificio. Obama respeta la religión de sus conciudadanos y comparte con ellos sus ritos y simbologías. Obama nunca diría que su nación es un concepto discutido y discutible.


Para parecerse a Obama es menester algo más que apostura física y voz grata, y hacer algo más que vestir camisas blancas de puños elegantes. Hay que tener determinación y coraje para afrontar los problemas de un país y anteponer los objetivos comunes al sectarismo de partido. Hay que ser consciente de que el Gobierno es para todos los ciudadanos y no sólo para los propios votantes. Hay que disponer de una visión estratégica que trascienda el oportunismo táctico. Hay que huir de la mentira como instrumento de política cotidiana. Hay que abordar la amarga realidad de frente y sin pintarla de colores ni negarla.

Es cierto que algunos de los defectos de Obama son similares a los de Zapatero: su tendencia a la abstracción y a la oquedad, su gestualidad algo vagorosa, esa impresión que empieza a transmitir de cierta impostura en el personaje y una querencia, hasta ahora bien sujeta, al impulso demagógico. Pero cuando se elige un modelo es para imitar sus virtudes; si no, lo que queda es un vacuo remedo de superficialidad desnuda, de frívola apariencia emulativa. Y además se nota el embeleco.

A nuestro presidente se le ve el cartón del sucedáneo cuando se arrima a Obama o corre a rezar -¡a rezar!- junto a él en busca de una transferencia de prestigio; a su lado, su discurso parece la psicofonía de un alma en pena y su estampa, la ecografía borrosa de un liderazgo. No, no hace falta que Salgado ni nadie lo aclare; todo el mundo sabe quién es Obama y quién trata en vano de parecerlo.


ABC - Opinión

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