jueves, 2 de julio de 2009

El Irak que deja Estados Unidos

LOS iraquíes están celebrando con legítima satisfacción el comienzo de la retirada de tropas norteamericanas. Seis años después de la invasión y el derrocamiento del dictador Sadam Husein, el balance tiene más luces que sombras y, sobre todo, permite concebir una clara esperanza de futuro de un país regido por principios democráticos, próspero y pacífico en una zona del mundo donde estas características por desgracia no abundan. Efectivamente, en el periodo de ocupación se cometieron muchos errores y sobre el horizonte más próximo se ciernen todavía graves peligros, pero no se puede negar que la situación en Irak mejora y que la inmensa mayoría de sus líderes están dedicados a la legítima confrontación político-electoral, en lugar de seguir matándose entre ellos. De hecho, la violencia que sigue siendo la principal amenaza para el futuro del país se ha reducido y proviene esencialmente de factores exógenos con escasa relación con la política interna. En realidad, Irak se puede definir en estos momentos como una democracia balbuceante, amenazada por el terrorismo procedente esencialmente de dos fuentes: Al Qaeda, que se infiltra desde Siria, y desde el vecino Irán en forma de armas y explosivos para manipular a grupos chiíes.

La Administración norteamericana del presidente Barack Obama comete un error al ignorar la efeméride, de la que los norteamericanos deberían sentirse más orgulloson que avergonzados. A fin y al cabo, el Irak de Nuri al Maliki es hoy el régimen más parecido que existe al ideal que el presidente norteamericano diseñó en su discurso a los musulmanes pronunciado desde El Cairo. Un espacio de democracia es el mejor camino para tratar de resolver aspectos históricamente tan complejos como la convivencia entre árabes y kurdos, entre chiíes y suníes, para construir en suma un futuro mejor para todos y un ejemplo para los vecinos de esta convulsa región. Se puede decir que aquella «misión cumplida» de George Bush unos meses después de la campaña militar acabó siendo escandalosamente prematuro, aunque ahora su sucesor haría bien en abandonar esta ambivalencia estéril, que recuerda más al candidato opositor que fue que al estadista que le corresponde ser, puesto que si los soldados se retiran, Washington no debería dar por terminado su papel, sino seguir ayudando a que las esperanzas germinen.

Las sombras de este cuadro no son pequeñas, en primer lugar porque todo este proceso no ha tenido lugar sin víctimas, de la violencia, primero de Sadam Husein, de la guerra y del caos que siguió o de los abusos en lugares de infausta memoria. Pero frente a este dolor se alza la realidad de un país que está recuperándose a pasos agigantados y que recobra su plena soberanía, incluyendo la del petróleo. Aquellos que denunciaban que todo el objeto de la invasión norteamericana obedecía al intento de controlar las fuentes de energía, deberían reconocer que se equivocaron. Por desgracia, también se equivocaron los que pensaban que se producirían soluciones inmediatas para la seguridad del mundo, porque la inestabilidad en aquella zona viene de muchos focos, empezando por el régimen teocrático de Irán.

ABC - Editorial

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