Que la crisis haya tocado más directamente a la industria norteamericana del automóvil era previsible, teniendo en cuenta que en aquel país los ciudadanos llevan mucho tiempo ignorando deliberadamente su dependencia compulsiva del petróleo y viviendo como si esa fuente de energía fuera inagotable e inocua. Pero los grandes motores sedientos de gasolina no son la única causa de la crisis: las reglas de producción impuestas por la globalización, la aparición de nuevos mercados y de economías emergentes, capaces de reducir drásticamente los costes de fabricación, son factores que han provocado un cambio al que no todas las empresas han sabido adaptarse. Demasiado grande, demasiado lento, en términos evolutivos General Motors se ha convertido en un dinosaurio.
Hubo un tiempo en el que España era destino privilegiado de las inversiones de las grandes marcas de todo el mundo, que buscaban una mano de obra más competitiva, y por ello la industria del automóvil supone una parte nada desdeñable de la actividad económica en nuestro país. Puesto que estamos cerca de las elecciones europeas, hay que agradecer a la presión ejercida por la UE con sus requerimientos medioambientales y de seguridad el hecho de que la situación en Europa sea algo mejor que la que se vive en Estados Unidos, lo que no es óbice para que el Gobierno siga con la mayor atención el destino de esas fábricas, especialmente las vinculadas a GM, como la de Figueruelas. En esta línea, parece más que razonable que la industria del automóvil -a ambos lados del Atlántico- aproveche esta crisis para emprender una decidida transformación hacia un modelo sostenible. Para fabricar coches tradicionales, China y otros países están más que preparados, de manera que ni GM ni nadie podrá competir. Lo que se impone no es solamente salvar una empresa, lo urgente es reinventar la industria del automóvil.
ABC - Editorial





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