
La posibilidad de que Rajoy embarranque ha estimulado la disidencia. Ayer, en lo de Herrera, le pregunté a Esperanza Aguirre con qué resultado se conformaba y soltó a bote pronto, sin pensarlo un segundo, que con no menos de diez puntos de ventaja. La respuesta llevaba veneno, porque ésa fue la diferencia de Aznar en el 94, con un millón y medio de votos por delante. Luego lo matizó con retórica más corporativa, pero el dardo estaba lanzado. Los críticos del marianismo le están poniendo el listón alto. Con tres o cuatro puntos se mantendrán callados o rezongarán en voz baja, pero con menos le van a apretar las tuercas al líder, cuyo liderazgo despierta en las encuestas un entusiasmo bastante descriptible. En ese sentido, Rajoy se juega más que Zapatero: de puertas adentro no le vale más que una victoria clara que le borre los estigmas de «loser», de perdedor nato.
Para sondear la moral pepera he llamado a un oficial del estado mayor de la calle Génova y le he planteado si piensan en serio en la posibilidad de palmar. «Nosotros, no», me contesta. «Vamos a ganar por un mínimo de dos puntos, y eso que Mayor no es el mejor candidato. En la derrota sólo piensan ellos». En el cainismo de la política, «ellos», o sea, la otredad sartreana, no son los socialistas, sino los disidentes internos. «Pero Rosa Díez, que era su esperanza, no responde como les gustaría. A su candidato no lo conoce nadie y no pasará de un escaño». El interlocutor es amigo, pero me quedo con la duda de si me habrá endilgado una respuesta de conveniencia; los periodistas no podemos tener amigos en la política. Una vez tuve uno y acabó aconsejándome que me comprara un perro. Claro que los políticos ni siquiera pueden ser amigos entre ellos. Son más sinceros los enemigos: vienen de frente y traen la intención de liquidarte escrita en la mirada. Rajoy lleva tiempo pendiente de la retaguardia; si hubiese podido disponer de la energía que le consume ese esfuerzo para emplearla contra los socialistas quizá ya tuviese ganadas las elecciones. El domingo se enfrenta a dos bandos, y el minoritario es el más peligroso porque le pone zancadillas para después acusarlo de romper el cántaro.
ABC - Opinión
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