Estas elecciones son tan sólo una encuesta con urnas, la toma de temperatura del impacto de la crisis en la opinión pública. Técnicamente no sirven más que para enviar a Bruselas -ese cementerio de elefantes- a una pléyade de políticos a medio amortizar, pero los grandes partidos se han tomado el trance como una batalla a cara de perro. Pase lo que pase habrá consecuencias; si las gana el PP esgrimirá la victoria como una moción de censura, el punto sin retorno de un vuelco sociológico ante el que el poder quedará en una interinidad precaria; si vence el Gobierno se sentirá revalidado en su enroque y la oposición volverá a triturarse en un nuevo duelo con sus demonios del fracaso.
Por eso el 7 de junio sólo votarán los más involucrados, esa España que cada día libra en los periódicos, en los cafés, en las oficinas y en Internet una pequeña e incruenta guerra civil dialéctica. El suelo electoral, dicen los sociólogos; ese electorado que siempre está en formación de combate. Los estrategas de campaña se han lanzado a la yugular del adversario para movilizar a los reservistas, una tarea en la que hablar de Europa despierta un interés perfectamente limitado. El PSOE trata de soslayar la crisis para centrarse en la batalla ideológica contra esa derecha a la que caricaturiza con fachas de guardarropía, y el PP va a percutir con el martillo del paro mientras intenta evitar que el dóberman socialista le muerda los huevos. En condiciones normales, no debería de haber Gobierno capaz de salir vivo de unas elecciones con cuatro millones de desempleados, pero el duelo está en el alero porque en este país tan banderizo se vota más con las tripas que con el bolsillo.
ABC - Opinión
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