miércoles, 13 de mayo de 2009

CIUDADANO A SOLAS. Por Gabriel Albiac

EL ciudadano escucha a esos que hablan, dicen que en nombre suyo. Y nada reconoce como propio. ¿Con qué derecho puede hoy un diputado decir que es su discurso reflejo o quintaesencia del ciudadano al cual está representando? ¿Con qué vergüenza básica o sentido del ridículo puede acaso pretender que sus angustias, miedos, esperanzas son siquiera similares? ¿Qué sueldo han visto recortarse en sus bolsillos los señores diputados? ¿En qué se vio horadado su nivel de vida? El ciudadano escucha a esos que invocan paro y ruina desde sueldos blindados y aún mejor blindadas jubilaciones. Ninguno de los riesgos que atenazan al vulgar don nadie que todos somos, existe para ellos. Ni Zapatero ni Rajoy corren peligro de ver zozobrar a sus familias en un presente negro y sin mañana. Ni Gallardón, ni Pajín, ni la última de las asombrosas nulidades que componen en España los privilegiados aparatos de los partidos, afrontan más incordio que el de que algún vecino les escupa a la cara. Pero para eso está la nube de escoltas.

Huir, huir de todo esto. No hay ciudadano a quien quede una neurona viva, que no sueñe con eso. Cada día. Obsesivamente. Porque no existe un solo instante en el cual esta gente no insulte nuestra dignidad básica y nuestras dificultades, exhibiendo su horterez de nuevos ricos. Lo más repugnante. ¿Es necesario realmente que una ministra de sanidad se disfrace de princesita monegasca en puesta de largo, para anunciar el derecho de cualquier menor a adquirir fármacos sin receta? ¿Es realmente necesaria esa sonrisa de melaza pringosa que ha venido a convertirse en password del club de los señores?
Hice política, cuando era una aventura. De alto riesgo y beneficio cero: a eso se llama aventura. Y a eso llamamos política quienes hicimos de la lucha clandestina contra la dictadura lo más hermoso de nuestros años jóvenes. Y claro que sabíamos que sería este tipo de gente el que se beneficiaría, al fin, de tanto esfuerzo, tanto dolor, tanta inteligencia malbaratada. Pienso ahora que valió la pena, porque fue divertido. Nada más. Y en esta vida hay pocas cosas que puedan combatir eso en lo cual Blaise Pascal viera los más horrible para un hombre: el hastío. Y claro que sabíamos que, con la mala gente que haría de nuestro juego negocio, retornaría el hastío en su forma peor: ésta. Los Zapatero y compañía: la gente que jamás arriesga nada; la gente que siempre medra y vegeta en cualquier régimen; y la que, en cualquier régimen, exhibe su talante complacido, porque nada hay mejor para que el propio bolsillo siga lleno. Lo sabíamos. Nos daba igual. Nosotros nunca estaríamos en eso. De la poquísima gente de mi edad que luchó de verdad contra la dictadura, me queda al menos ese recuerdo grato, por encima de todos nuestros monumentales errores: nadie hizo de aquello un duro; y todos fuimos barridos.
Oigo mentir a Zapatero en ese horrible Parlamento, que ocupa la peor gente española. Miente con tal descaro, que debería darme risa. Pero no puedo. Un ira primordial me abofetea. Pero yo ya no quiero ni perder el tiempo en desplegar mi ira contra gente que no merece siquiera ser depreciada. Ya sólo quiero huir. Huir, huir... Muy lejos. Y se me vienen encima todos los años perdidos. Tanto esfuerzo. Para nada. Me hice viejo. Y, como el aviador de W. B. Yeats, tan sólo sueño en poner una distancia lo bastante grande como para que todo no parezca ya ni un sueño. «Ni ley ni deber me invitaron a esta lucha,/ ni los estadistas, ni la turba clamorosa./ Un solitario impulso de deleite/ me trajo a este tumulto entre las nubes». Quedaos con la tierra. Yo paso de cualquier retorno.

ABC - Opinión

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