martes, 7 de junio de 2011

El gran charlatán. Por M. Martín Ferrand

Ningún líder en ejercicio de poder está en condiciones de contagiar a ningún otro la enfermedad del despilfarro.

EL Estado español pierde su fuerza por los agujeros que horadan en sus respectivos Presupuestos las diecisiete autonomías que lo integran y, por si quedara algún remanente, contribuyen al despilfarro con especial entusiasmo los cabildos, diputaciones y ayuntamientos —muchos, demasiados— que configuran el mapa administrativo de la Nación. En esto no hay «buenos» y «malos». Con matices meramente anecdóticos la conducta es pareja, independientemente de su coloración política, en todas las circunscripciones del poder. Cuando nos encontramos frente a un caso sangrante, como el que protagoniza José María Barreda a la hora de entregarle los trastos —y las cuentas— a María Dolores de Cospedal se ve, como en el viejo chiste contable, que debe de haber, pero no hay. José Bono, pionero en la forja del déficit y la deuda castellano-manchega, trata de salvar tan relevante y significativa circunstancia, santo y seña del modelo socialista de gestión pública, y dice que Barreda es el hombre más honrado que ha conocido. Y, ¿qué? No hablamos —todavía— de honradez, sino de rigor administrativo. La honradez es condición necesaria para quien ejerce la función pública, pero no es suficiente si no va acompañada de rigor, eficacia, buen sentido y el equilibrio y el orden propios de un buen padre de familia.

El inconmensurable Bono, perejil en todas las salsas que se guisan los sucesores, principal y secundarios, de José Luis Rodríguez Zapatero y que es gran maestro nacional del sofisma, hincha el pecho para, en defensa de su sucesor autonómico, decir con la gravedad propia de quien enuncia un postulado incontrovertible: «Con los 1.122 millones que debe Canal Nou se pagan las deudas de Castilla-La Mancha». Eso es verdad, pero no va más allá que afirmar que con un cachito del presupuesto de la NASA se llegaría al mismo resultado. Lo del Canal Nou, en cuyo desastre económico Francisco Camps ha continuado la obra de Eduardo Zaplana, no es distinto de lo que ocurre en las demás televisiones públicas españolas, incluida la de CLM que él mismo fundó. De lo que debiera tratarse no es de demostrar que «los otros» gastan más, sino de que todos reducen el gasto público a los mínimos que exige la difícil circunstancia presente. Para nuestra desgracia colectiva, aquí ningún líder en ejercicio de poder está en condiciones de contagiar a ningún otro la enfermedad del despilfarro porque todos son despilfarradores en parecida intensidad. Solo Alberto Ruiz-Gallardón y las ministras que viajan a Bruselas en escuadrilla pueden aspirar con fundamento a campeones nacionales de tan costosa especialidad del disparate.

ABC - Opinión

Déficit autonómico. Moody's y el "desafío" catalán. Por Guillermo Dupuy

Buena parte de la crisis que padecemos y de nuestras escasas posibilidades de recuperación económica se deben a que España se está disolviendo como Estado de Derecho. Esa es una de las principales primas de riesgo que tenemos que pagar.

¿Sabrán en Moody’s que la investidura del presidente de la Generalidad, Artur Mas, fue favorecida por el PSC bajo el compromiso público y expreso de CiU de hacer caso omiso a la sentencia del Tribunal Supremo que obliga a considerar también al castellano como lengua vehicular de la enseñanza en Cataluña? ¿Sabrán en Moody's que el Gobierno catalán ha respaldado e impulsado ilegales referéndums de autodeterminación en Cataluña? ¿Sabrán en Moody's que el propio presidente de la Generalidad ha votado sí a la independencia en uno de esos referéndums ilegales?

Aunque una agencia de calificación de riesgo no tenga por qué estar al tanto de estas cuestiones –o tal vez, sí–, no me he podido dejar de planteármelas al leer que Moody's denuncia que la Generalidad catalana "desafía" al Estado con sus Presupuestos de 2011, que prevén un déficit que duplica al fijado por el Gobierno central y las comunidades autónomas. No digo yo que saltarse a la torera este tope, ya de por sí poco exigente, en unos momentos en que el déficit y el endeudamiento autonómico son denunciados en todos los ámbitos como una de las principales rémoras para nuestra recuperación económica, no tenga su importancia; pero ojalá fuera ese el único "desafío" de la Generalitat. De hecho, el Gobierno de Cataluña, y de cada vez más comunidades autónomas, no ha consistido en otra cosa que en desafiar –más bien, hacer caso omiso– a la legalidad constitucional supuestamente vigente.


Claro que lo de la palabra "desafío" tampoco es que sea apropiada, pues implica resistencia u oposición en el desafiado. Y de eso, nada de nada. Menos aun ahora, con un Zapatero dispuesto a pagar lo que sea, precisamente, a CiU y al PNV con tal de posponer unos meses su acta de defunción.

No muchas más esperanzas me despierta Rajoy, por mucho que aplauda su compromiso con la austeridad, en general, y con un techo de gasto autonómico en línea con el de los Presupuestos Generales del Estado. Y es que si Rajoy ha sido incapaz hasta ahora de embridar el gasto de muchas autonomías y ayuntamientos gobernados por el PP (como es el caso de la Comunidad Valenciana o el Ayuntamiento de Madrid), ¿nos creemos que el futuro presidente del Gobierno, por mucha mayoría absoluta que tenga, se va atrever a obligar al Ejecutivo catalán a que cumpla con ese futuro techo de gasto así como con el resto de la actualmente burlada legalidad vigente?

No olvidemos que buena parte de la crisis que padecemos y de nuestras escasas posibilidades de recuperación económica se deben a que España se está disolviendo como Estado de Derecho. Esa es una de las principales primas de riesgo que tenemos que pagar y de las que cuelgan muchas de las demás.

Recuperar España como Estado de Derecho, en el que las leyes y normativas se cumplan y se hagan cumplir –muy especialmente a las comunidades autónomas– es realmente el auténtico "desafío" para superar una crisis que, en nuestro caso, es mucho más que económica.


Libertad Digital - Opinión

La cuestionable victoria de Mario. Por Hermann Tertsch

Humala ha utilizado hasta el hastío el apoyo de Vargas Llosa como certificado de pulcritud democrática.

OLLANTA Humala ha ganado unas elecciones en Perú no aptas para virtuosos. Las dos candidaturas en puja en la segunda vuelta eran moralmente reprobables cuando no despreciables. Y ambas terriblemente peligrosas para el futuro de un país que en los últimos años ha sido algo así como el milagro del comienzo del siglo XXI, con paz social, el fin del terrorismo, crecimiento y prosperidad. Son varios los culpables de que los peruanos fueran puestos ante semejante terrible disyuntiva. Entre los primeros están, paradójicamente, los candidatos democráticos que acudieron a la primera ronda con programas razonables de proseguir por la senda de la libertad, el mercado y la justicia social en un marco pragmático de desarrollo. Tres de ellos, Pedro Pablo Kuzcynski, Alejandro Toledo y Luís Castañeda, con programas homologables en gran medida, podrían haber formado una opción imbatible que garantizara a Perú este futuro ya encauzado. Pero volcados en combatirse entre sí, ciegos de soberbia y pretendido liderazgo de la «opción sensata», se devoraron entre sí y resultaron eliminados en la primera ronda. Y dejaron a los peruanos en el terrible dilema de elegir entre «el cáncer y el sida», como tan acertadamente diagnóstico Mario Vargas Llosa al conocer los resultados de la primera vuelta. Desde entonces han pasado, por desgracia, muchas cosas y pocas buenas. La sociedad peruana se ha polarizado hasta extremos que harán muy difícil su reconducción hacia la convivencia y el diálogo que, pese a todos los sobresaltos, se había logrado en la pasada década. Y por primera vez en muchos años, la mitad de los peruanos despertó ayer con miedo. Un miedo profundo cargado de rabia, mucho más significativo y grave que el pánico con que abrió la Bolsa y que ya hace huir al dinero.

El dilema envenenado de los peruanos era aún más terrible para quienes, sin ser partidarios de ninguna de las dos opciones, han participado en esta campaña política. Porque recomendar el voto del mal menor necesariamente le hacía colaborador de una opción detestada. Ha sido el caso de Mario Vargas Llosa. Por su prestigio, autoridad moral e influencia, su lucha contra Keiko Fujimori, la hija de su odiado rival en las presidenciales que perdió, le han llevado al apoyo sin fisuras a la candidatura de un personaje al que en su día llamó de todo, desde «nazi» a «golpista». Ollanta Humala ha utilizado hasta el hastío, pero con demostrada eficacia, el apoyo de Vargas Llosa como el certificado de pulcritud democrática que le negaban tanto su biografía como sus intenciones expuestas en su programa inicial. Humala ha ganado. Pero avalado por Vargas Llosa. Que ha ganado también, ahora así, unas elecciones en Perú. Pero no desde luego con gente de su elección. Y desde luego carga con el aval de gente muy poco recomendable. Esperemos todos, por el bien de Perú y de nuestro querido y admirado amigo Mario, que no acabe siendo amarga esta victoria. La primera reacción del premio Nobel ha sido «un gran alivio porque hubiera sido trágico que para nuestro país que la dictadura de Fujimori y Montesinos hubiera sido reivindicada, legalizada por el electorado». De acuerdo. Pero otros, como Jaime Bayly, que hizo campaña para Keiko, creen que «un golpista es más peligroso que la hija de un golpista». La postura de Bayly fue la de la mayoría de los habitantes de Lima —un tercio del país—, cuya hostilidad hacia Vargas Llosa parece garantizada incluso si se revela sincera la improbable conversión de Humala de radical socialista e indigenista en moderado socialdemócrata ilustrado. Porque muchos creen que Keiko era un mal pasajero, mientras Humala lo será trágicamente irreversible.

ABC - Opinión

El Movimiento 15M sigue vivo, pero no en la Puerta del Sol. Por Federico Quevedo

Me toca hacer algunas aclaraciones porque los acontecimientos de los últimos días y mi actitud personal hacia lo que se ha llamado el Movimiento 15M han generado no pocas suspicacias, y creo necesario volver a exponer las razones, los motivos, que desde un principio me han llevado a respaldar ese movimiento de la sociedad civil que se ha manifestado en nuestras calles y plazas reclamando un mayor protagonismo de los ciudadanos en la vida pública y exigiendo a los políticos un compromiso de regeneración de la democracia.

Es verdad que más allá de estos parámetros, el Movimiento 15M ha tenido expresiones que podían resultar de mi agrado y otras no tanto. Empezando por el final, la presencia de grupos antisistema y radicales de izquierda ha complicado mucho la tarea informativa, e incluso desde esos núcleos que poco a poco han ido imponiendo sus tesis y sus comportamientos al resto de integrantes de las acampadas se ha procurado silenciar a los medios de comunicación. Ayer mismo un compañero periodista se quejaba en twitter de que los miembros de la Comisión de Comunicación de #acampadasol le exigían ver una entrevista que había hecho a los portavoces antes de que ésta fuera publicada. Eso, en mi idioma, se llama censura previa y va precisamente en contra de lo que yo creo que hay detrás del Movimiento 15M, que no es otra cosa que una clamorosa y un tanto caótica expresión de libertad.


A esa actitud de censura hay que sumar algunas de las reivindicaciones que se han hecho desde las asambleas, absolutamente irreales y propias de un colectivismo carpetovetónico de imposible factura en nuestros días y que de llevarse a cabo situarían a nuestro país en la cola de las naciones con prestigio, a la altura más o menos de países como Venezuela. Tercera cuestión: yo estuve la semana pasada en #acampadasol no una, sino varias veces, y puedo asegurar que ni aquello olía mal, ni sufrí ninguna infección de chinche o piojos, ni asistí a espectáculos callejeros de sexo en vivo, ni nada que se le parezca… Lo que vi, más allá de intencionadas observaciones dirigidas a descalificar a los acampados, fue una acampada bastante organizada, con gente limpiando el entorno, surtida de múltiples posibilidades para pasar el tiempo, pero que desde mi punto de vista había perdido el rumbo original con el que había nacido #acampadasol y el Movimiento 15M.
«Probablemente la fase más complicada del Movimiento 15M sea esta, porque ahora es cuando toca concretar no solo los objetivos sino también las acciones.»
Considero, por tanto, que desde hace días la mejor alternativa para las acampadas, dado que además este sigue siendo un país libre y democrático y las actitudes de presión son poco comprensibles sobre todo cuando los objetivos están faltos de concreción, la mejor alternativa, insisto, es levantar el campamento y darle al Movimiento 15M una visibilidad distinta a la que se le ha dado hasta ahora. ¿Significa esto un fracaso? En absoluto. El Movimiento 15M y #acampadasol han conseguido algo muy importante: crear conciencia de cambio. Y eso era muy necesario en una sociedad como la nuestra hasta ahora adormecida y resignada a su propio destino.

Miren, llevo mucho tiempo quejándome de que en unas circunstancias como las actuales en este país nadie se haya movilizado para mostrar su indignación, y cuando por fin hay miles de personas que lo hacen, no seré yo quien les dé la espalda. Me importa un bledo, y lo digo así de claro, si no protestan en Moncloa o en Ferraz. Tampoco lo hacen en Génova 13. Sol se convirtió, desde un principio, en un símbolo de la protesta y hubiera dado igual si en lugar de ser Aguirre la inquilina del Palacio de Correos fuera un político de la izquierda, porque los acampados no miraron por esa circunstancia. Lo importante de la protesta, de la movilización, es que exteriorizaba eso que tanto nos sorprendía a muchos que no se exteriorizase: cabreo, malestar… indignación. ¿Por qué? ¿Hacia quién? Indignación por una situación política-económica-social que tiene a este país sumido en una crisis sin precedentes, y de la que los ‘indignados’ echan la culpa a unos y otros por igual, aunque luego en las urnas los ciudadanos castiguen con mayor energía a quienes tienen mas responsabilidad que siempre son los que gobiernan. Pero la queja tiene que ir dirigida a todos, porque de todos ellos depende que las cosas cambien, no solo de unos, no solo de los que están en el poder, porque entre otras cosas el poder está bastante repartido y compartido.

¿Qué debe ocurrir a partir de ahora? Probablemente la fase más complicada del Movimiento 15M sea esta, porque ahora es cuando toca concretar no solo los objetivos sino también las acciones. Es posible que la ciudadanía pase de nuevo por una fase de resignación y parezca que el movimiento haya perdido impulso, pero no es así. Los acampados pueden tener la tentación de querer permanecer contra viento y marea porque piensan que levantando el campamento se acabará todo, pero esa una impresión equivocada. Se ha conseguido despertar las conciencias, y ahora hay que ser inteligentes y actuar con sentido común hasta conseguir que quienes de verdad tienen en su mano introducir esos cambios que regeneren el sistema democrático acepten que en las próximas elecciones generales tienen que ofrecer a los ciudadanos algo más que simples recetas contra la crisis. Y la manera de conseguirlo es manteniendo viva la presión, pero eso no quiere decir que deba seguir en pie #acampadasol, sino que será necesario estudiar nuevas acciones legales de protesta que mantengan viva la llama que se encendió el pasado 15 de mayo. ¿Cuáles? Bueno, Democracia Real Ya propone una manifestación para el día 19, y ese es un buen comienzo, pero en cualquier caso lo que se haga debe estar siempre dentro de la legalidad vigente y sin salirse de los carriles del sistema, porque de lo contrario se perderá el sentido de querer cambiarlo desde dentro. Esto es lo que yo creo, y lo que seguiré defendiendo.


El Confidencial - Opinión

Reforma laboral. La rémora del diálogo social. Por Cristina Losada

Ni que decir tiene que el procedimiento facilita al Gobierno de turno un escapismo muy querido: que decidan ellos, que yo me lavo las manos.

Es ya un lugar común referirse al déficit de democracia en España, pero se habla mucho menos de la existencia de un déficit de comprensión de la democracia, fenómeno que también resulta visible aquí. Hoy, esa segunda carencia se observa de modo espectacular en quienes ocupan, a modo de poblados chabolistas, las plazas de algunas ciudades, provistos de un surtido de reivindicaciones que guardan con la política la misma relación que las chuches con la repostería. Pero no son ellos los únicos ignaros del lugar ni, desde luego, los de mayor relevancia. Y a estos últimos no cabe concederles la circunstancia eximente del desconocimiento.

La progresiva transformación de las democracias parlamentarias en democracias de partidos y la degeneración de éstas en partitocracias, al extender los partidos su ámbito de actuación hasta colonizar el Estado y parte de la sociedad, es el mar de fondo que precipita los riesgos de deslegitimación del sistema. Pero, junto a ello, se dan excentricidades que remachan la percepción de la inutilidad de las instituciones elegidas democráticamente. Un caso, en España, es ya tradición. Así, viene siendo norma, gobierne quien gobierne, aunque ha gobernado más la izquierda, que el marco legislativo laboral se sustancie al estilo de un Estado corporativo o de la emparentada democracia orgánica que trató de articular el franquismo.

El invento bautizado como "diálogo social" dispone que sean los empresarios y los trabajadores, o por mejor decir, sus organizaciones respectivas, los que diriman asuntos del calibre de una reforma laboral y una negociación colectiva. En otras palabras, los gremios elaboran las leyes que les afectan. Ni que decir tiene que el procedimiento facilita al Gobierno de turno un escapismo muy querido: que decidan ellos, que yo me lavo las manos. Y si hay un Ejecutivo proclive al escaqueo, como el de Zapatero y Rubalcaba, tanto más recurrirá al rol de Poncio Pilatos y a esconderse en el buenismo del diálogo. La cuestión, sin embargo, no es si ese trasunto de Sindicato Vertical funciona, ni cuánto tiempo se pierde hasta que el Gobierno haya de pringarse él solito. La cuestión es la legitimidad. Y el resultado, la marginación del legislativo que, como su nombre indica, para algo de eso está.

Ahora que hasta Concha Velasco reconoce que cantó para Franco –a diferencia de quienes persisten en fabricarse un impoluto pasado antifranquista– no pasaría nada por aceptar que se han heredado costumbres gremiales y corporativas de aquel régimen. Y acabar con ellas.


Libertad Digital - Opinión

Furgonetas. Por Ignacio Camacho

El poder no es una costumbre ni un usufructo ni un privilegio ni una revancha. Y menos, un latifundio privado.

ESTE revuelo de cesantías, este runrún de trituradoras de papel, este alboroto sesgado de recelos en la simple normalidad de una transmisión de poderes tiene el tufillo a naftalina del viejo turnismo de la Restauración, ese marchamo sectario de ida y vuelta que tanto ha envilecido nuestra funcionalidad democrática. Los relevos de poder han de atenerse a mecanismos regulares, rutinas tasadas y estables, sin esta crispación de sospechas ni esta precipitación de huellas borradas; un mero trámite de alternancia que no cuadra entre tanta desconfianza de cuentas amañadas ni tanto furtivo trajín de furgonetas en la noche. En la tensión de una política de enconos hemos vuelto a olvidar que el poder no es una costumbre ni un usufructo ni un privilegio ni una revancha. El poder no es de nadie, salvo del pueblo que decide quién lo administra cada cierto tiempo. Y no pasa nada; unos se van y otros vienen: la democracia.

Sucede que a menudo en España se entiende el poder como un latifundio de partido, una propiedad orgánica que se siembra de clientelismos y se cultiva en régimen extensivo con capataces, aparceros, jornaleros y aperadores. Esta privatización de la política ha desembocado en un concepto excluyente de dominación que a menudo convierte las instituciones en regímenes o feudalatos capaces de perpetuarse mediante intrincadas redes de dependencia. La identificación entre gobierno y partido provoca un desparrame clientelar que acaba apropiándose de la administración pública y la transforma en una máquina de colocar adictos y distribuir contratos, ayudas, salarios, subsidios. Por lo general esa malla de intereses contribuye a prolongar el tiempo de la dominancia, pero cuando el abuso, el hartazgo o la simple fatiga desembocan en un vuelco electoral, la obligación de abandonar la presunta heredad suele desencadenar en los desalojados una contrariada reacción de miedo, trastorno y tragedia.

Esta voluntad invasiva de los aparatos partidarios ha señalado a las autonomías, por su hipertrofiada capacidad de gasto en recursos y servicios, como territorio de ocupación preferente. Los relevos de poder tras largas etapas de hegemonía —sobre todo en las controladas por los nacionalismos— han sido sin excepción traumáticos. El terremoto electoral de mayo ha liquidado feudos históricos socialistas como el de Castilla-La Mancha y amenaza seriamente el virreinato andaluz. No se trata de un sencillo cambio de gobierno, sino del desmantelamiento de estructuras aposentadas en décadas de supremacía y ramificadas en complejas tramas administrativas, con frecuencia superfluas, que necesariamente van a crujir. Por eso conviene alejar cualquier suspicacia vindicativa que remita a los tiempos de las «auditorías de infarto» y demás terminología de desahucio revanchista. Ya va a resultar bastante cardíaca la experiencia de gobernar en bancarrota.


ABC - Opinión

Nadal. Por Alfonso Ussía

Ha ganado diez grandísimos, diez torneos de «Grand Slam». Ha ganado dieciocho grandes del «Master 1.000», y muchos medianos, como el lamentablemente rebajado Conde de Godó. Tiene la medalla de oro olímpica, y tres ensaladeras de la Copa Davis. Veinticinco años. Una familia ejemplar, una novia normal y guapísima, una formación humana extraordinaria. De los diez grandísimos, seis en París. Una delicia. Nada molesta y humilla más al parcial y antipático público de «Roland Garros» que una victoria de Rafa. Le disputa la final a un hijo de Gadafi, y los parisinos se vuelcan con Gadafi. Complejo se llama eso. Ahora viene la etapa de la hierba. El «Queen’s» y Wimbledon. Otra cosa. Un público educado e imparcial que aplaude los aciertos y silencia los errores. El tenis de verdad. Hace cincuenta años que Manolo Santana ganó su primer Internacional de París a Nicola Pietrángeli. Despúes de don Manuel ha habido grandes tenistas en España. Él abrió la espita. Pero su heredero es Rafael Nadal. En talento y en talante. Viendo su superación en este «Roland Garros» no resulta exagerado soñar con su tercer Wimbledon. Allí lo adoran. Como en Australia y Estados Unidos. Sólo en Francia desean su derrota, y tararí que te ví.

Décadas llevan sin un francés en los tramos finales de su torneo. No es culpa de Nadal. Y Nadal cuenta con otros enemigos en España. Los españoles que no quieren serlo. No deja pasar ocasión Rafa de abrigarse con la Bandera de España en cada ocasión que triunfa. Y claro, los rebaños del retroprogresismo rebuznan. Rubalcaba no se ha atrevido con Rafa como con Marta Domínguez. Rafa Nadal representa todo lo contrario que el agonizante socialismo. La honradez, el trabajo, el talento y el patriotismo. Sí, he escrito patriotismo, eso tan anticuado para muchos. En ese aspecto, los franceses son ejemplares y envidiables. Brindo por ellos. Tengo escrito, y repetidas veces, que una tribuna de Wimbledon se reserva para los buenos aficionados fallecidos. Wimbledon es lo más. El formidable actor Arturo Fernández fue sorprendido por Antonio Mingote vestido de tenista y ligando con una americana. Cuando se encontraron a solas Antonio se interesó por el atuendo. «Es muy aficionada al tenis y está loca por mí. Me preguntó qué campeonato habia ganado y me abrazó emocionada cuando le respondí: Wimbledon».

A Rafael Nadal le queda por delante mucha cancha y más futuro. Nos hace felices, y esa felicidad que nos regala con sus victorias hay que agradecérsela públicamente, a viva voz, sin complejos. Con el permiso de otros inmensos deportistas españoles como el recientemente fallecido Seve, o Pau Gasol, a Manolo Santana, o Fernando Alonso, o Ángel Nieto –todos ellos pioneros de la excelencia–, creo que Rafael Nadal ocupa la cima. Un dato para la curiosidad. Los seis han roto todas las barreras establecidas y han sido, sobre todo, orgullosos embajadores de España. Los mejores. Y los seis, fuera del deporte, son personas formidables, sencillas y contrarias al divismo y la prepotencia. -¡Roger, Roger, Roger, Roger!- Pues nada. Otro año será. La Copa de los Mosqueteros, por sexta vez, a Manacor. Bueno, una réplica de menor tamaño, porque la original se la quedan en París. ¿Y para qué? Para entregársela a Rafael Nadal por séptima vez en el próximo junio. Voilà.


La Razón - Opinión

Rajoy. ¿Y después de Rubalcaba, qué?. Por José García Domínguez

Nada de eso sucederá porque únicamente un Gobierno de concentración podría pasar a limpio en el BOE tal ramillete de buenas intenciones regeneracionistas. Única y exclusivamente. Pero, ¿a quién le importa?

Palabras, ésas que vengo de escucharle a Anibal Cavaco Silva, imposibles entre nosotros, la estirpe íbera de Caín, refractaria por instinto a la más elemental concordia, siempre presta a anteponer la cerril miopía partidista al interés general, por asilvestrado atavismo incapaz de concebir otra política que no sea la de tierra quemada. Así, apenas saber de la victoria de los suyos, el presidente portugués ha postulado una gran coalición con democristianos y socialistas para, juntos, alejar al país del precipicio. En verdad inimaginable, decía, asistir aquí a empeño remotamente parecido. Entre otras razones, porque a este lado del Miño no concedemos distraer energías en asuntos ajenos a las graves cuestiones que ahora mismo acucian a la Nación.

A saber, el expediente masónico del Capitán Lozano y la muy sesuda pesquisa académica a propósito de si un tal Francisco Franco ejerció de dictador o de enfermera de la Cruz Roja, amén de parejas urgencias. Ocurre que, de hoy en diez meses, cuando Rajoy herede la Presidencia, no podrá cumplir ninguna de aquellas grandes promesas suyas que, ¡ay!, ya duermen el sueño de los justos en la indiscreta trastienda de Google. Porque ni el Parlamento va a rescatar competencia alguna a fin de implantar una política educativa que pudiera decirse nacional sin rubor. Ni un Gobierno del PP podrá garantizar por ley el derecho a usar el español en todos los niveles de la red de instrucción pública.

Ni los retoques cosméticos del marco institucional irán más allá de lo que permita una escuálida mayoría relativa con los sindicatos amotinados en la calle. Ni se exonerará a la Justicia de continuar sometida a la custodia política. Ni la elefantiasis administrativa dejará de constituir la madre de las ineficiencias de la sociedad española. Ni la Ley Electoral, en fin, habrá de ser cosa distinta a la que siempre fue. Nada de eso sucederá porque únicamente un Gobierno de concentración podría pasar a limpio en el BOE tal ramillete de buenas intenciones regeneracionistas. Única y exclusivamente. Pero, ¿a quién le importa? Al cabo, lo único que galvaniza a la afición doméstica, igual a la de un lado que a la del otro, es que manden los nuestros. Lo demás, es sabido, resulta zarandaja baladí. Qué lejos Portugal.


Libertad Digital - Opinión

¿Maestra o salmodia de la vida?. Por José María Carrascal

«Como aseguraba Sebastián Haffner, escribir historia es, ante todo, un arte. Y a la vez, una forma de ciencia, al no ser auténtica ciencia, como las matemáticas, la física o la biología».

SOSPECHO que la inmensa mayoría de cuantos ponen el grito en el cielo porque en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia se califica a Franco de «autoritario» en vez de «totalitario» se llevarán una enorme sorpresa, con el correspondiente disgusto, si se enteran de que tal calificativo no lo inventó la RAH ni el autor del criticado texto, sino que tiene ya cuarenta años y que lo puso en circulación el sociólogo español posiblemente de mayor prestigio internacional, en una publicación nada menos que de la Universidad de Yale, donde enseñó ciencia política a varias generaciones de dirigentes norteamericanos. Me refiero a Juan Linz, que abandonó España a mediados del pasado siglo, al no encontrar en ella ni la libertad ni las oportunidades para desarrollar y exponer su pensamiento. En el libro «Regimes and Opositions» (Yale University Press, 1973), compilado bajo la dirección del profesor Robert A. Dahl, Linz se ocupó del capítulo España, con la precisión, ecuanimidad y hondura que caracterizan todos sus trabajos. Partiendo del esquema establecido por Dahn de clasificar los regímenes en hegemonías unificadas, hegemonías pluralistas y poliarquías, Linz afina la puntería y diferencia entre regímenes autoritarios y totalitarios, definiendo los primeros como «aquellos con pluralidad política limitada, sin haber asumido responsabilidades ni tener una ideología elaborada o guiada (aunque con distintas mentalidades); sin intensa ni extensa movilización política (excepto en ciertos puntos de su desarrollo); con un líder (ocasionalmente un pequeño grupo) que ejerce el poder dentro de unos límites mal definidos, aunque predecibles, mientras caracteriza los segundos como sistemas cerrados, impenetrables, sin capacidad de evolución». Para incluir el régimen franquista entre los autoritarios, remachando: «Los diferentes tipos de oposición, dentro y fuera contra el régimen sólo pueden entenderse si partimos de que España no es —o no ha sido desde mediados de los años cuarenta— un régimen totalitario».

Así que las protestas hay que hacerlas no a la RAH ni al profesor Suárez, sino a la Universidad de Yale y al profesor, hoy emérito, Linz. Ya sé que esto que digo no va a convencer a quienes reservan a Franco el título de dictador como más benigno, olvidando, o puede sin saber, que uno de los grandes líderes socialistas, Largo Caballero, no tuvo inconveniente en colaborar con el primero de nuestros dictadores del siglo XX: Primo de Rivera. Aparte de que la izquierda sólo encuentra odiosas las dictaduras ajenas, porque las suyas le encantan. Recuerden que alardeó incluso de la «dictadura del proletariado», que denominó «paraíso de los trabajadores», y que incluso tras demostrarse que era un inmenso campo de concentración, sigue sus arrumacos con la dictadura cubana. Son cosas que hay que decir, aunque no guste oír.

Pero de lo que yo quería hablarles era de la tarea fáustica que es escribir historia, esa «novela de la humanidad» como la llamaba Ortega, más apasionante que cualquier relato de ficción. Ramke la definió como «contar lo que ocurrió exactamente como ha sido». Pero si lo que ocurre ante nuestros ojos puede ser contado de formas muy distintas, ¿cómo contar lo ocurrido hace siglos en lugares y condiciones muy distintas? Si hay una tarea imposible es ésta.

La mejor definición de la historiografía la encontré en el Über Geschichtsschreibung de Sebastián Haffner y empieza, como suele ocurrir con el mejor ensayista alemán del siglo XX, con una sorpresa: «Escribir historia es, en primer lugar, un arte». Que remata con otra tan impecable como un revés cruzado de Roger Federer: «Como todo arte, se compone principalmente de omisiones». Lo que Haffner quiere decir con ello no es que el historiador tiene que olvidar hechos y nombres, sino que, como auténtico artista, tiene que concentrarse en lo verdaderamente importante, obviando todo lo demás, para que no estorbe. Esa mirada a vuelo de pájaro sobre el pasado es lo que diferencia al auténtico historiador del mero erudito, como el pintor genial se diferencia del pintor rutinario en que se centra en los rasgos fundamentales del paisaje o personaje que lleva al lienzo, en vez de contentarse con reproducirlo con todo detalle.

Sentado que la historia es un arte, Haffner echa mano de su palabra favorita: trotzdem, sin embargo. «Sin embargo —advierte— escribir historia es también una forma de ciencia». El «una forma de» indica ya que no se trata de una auténtica ciencia, como las matemáticas, la física o la biología, que se asientan en un cúmulo de certezas probadas y comprobables, mientras la historia utiliza un material demasiado desperdigado e instrumentos demasiado romos. En cuanto a sus fuentes, advierte Haffner, «son principalmente mentiras intencionadas de políticos y cortesanos muertos. De ahí que la historia sea, como la criminología, un eterno trabajo de Sísifo: aclarar actos cuyos autores tenían el mayor interés en evitar su aclaración. Y sin embargo —de nuevo el trotzdem—, cuando el escribir historia renuncia totalmente al intento de hacer ciencia, se convierte en mera producción de leyenda o propaganda, lo que tampoco es». O debiera de ser, añadimos por cuenta nuestra.

Con tales premisas, se comprende la enorme dificultad de escribir historia. Ser al mismo tiempo un artista y un científico, sin dejarse engañar por las apariencias, requiere una mente ágil e incisiva, una enorme autodisciplina y un saludable escepticismo, que incluye no dejarse llevar por la moda reinante ni por los propios prejuicios, siendo aquello tan importante o más que esto, pues nuestros prejuicios los conocemos y podemos defendernos de ellos, mientras la moda o pensamiento imperante nos espera tras cada esquina para atracarnos. E incluso si el historiador sortea todas esas trampas y dificultades, le quedará todavía lo más difícil por salvar: las inevitables distintas interpretaciones. Un mismo hecho —digamos, la Revolución Francesa, la Soviética—, una misma etapa —la Ilustración, la Restauración—, un mismo personaje —Napoleón, Cleopatra— puede ser juzgado como un éxito o un fracaso, con tantos argumentos para defender una tesis u otra. De ahí que el historiador deba huir de una historia vista a través de las lentes de una ideología, para atenerse únicamente a hechos y testigos, a fin de ofrecer un retrato lo más real y sucinto posible del personaje, suceso o época a describir. De ahí también que Tucídides continúe siendo el modelo de historiador —el primero que se atuvo a los hechos, relacionándolos con las circunstancias sociales y económicas reinantes—, mientras no se demuestre que tenía un «mensaje oculto» a enviar, cosa improbable de descubrir a estas alturas.

Haber sido testigo de la narrado, pero teniendo ya una distancia suficiente de ello para darle perspectiva, es la última condición que Haffner pide al historiador, señalando incluso una distancia: veinte años después de los hechos, «cuando los recuerdos se han posado, pero aún no diluido».

Han pasado ya más de treinta años de la muerte de Franco y, sin embargo (vamos a imitar al virtuoso del trotzdem) no parece que pueda todavía escribirse históricamente sobre él, sino sólo a favor o en contra. Como Mingote nos mostraba el sábado, los nietos de quienes libraron la contienda siguen combatiéndola. Y eso no es ni ciencia ni es arte. Es no haber aprendido la primera lección de la historia, según los antiguos, «maestra de la vida».


ABC - Opinión

Perú y la incógnita de Humala

Tras una campaña electoral que ha evidenciado la polarización ideológica y política que existe en Perú, el nacionalista de izquierdas Ollanta Humala ha ganado las elecciones presidenciales con un margen muy ajustado: el 51,27% de los votos frente al 48,72% que ha logrado su adversaria Keiko Fujimori, lo que le convierte en el primer gobernante peruano de izquierdas elegido en las urnas. Lo único que tenían en común ambos candidatos es un marcado discurso populista, que en el caso de Humala se iba radicalizando, hasta llegar a convertirle en un discípulo aventajado de Hugo Chávez, aunque en el tramo final de la campaña, cuando se veía con posibilidades de ganar, optó por la moderación. No se puede obviar que, para la mayoría de los peruanos, con la excepción de los indígenas que apoyan a Humala, su triunfo es un mal menor ante la perspectiva de que la hija de Fujimori accediera a la presidencia, por lo que ha habido muchos más votos contra Fujimori que pro Humala. El líder de Gana Perú llega al poder con la intranquilidad y la incertidumbre de los mercados y de los inversores nacionales y extranjeros. Sus buenos resultados en la primera vuelta, y su triunfo final, han sido muy mal recibidos por los mercados: tras conocerse los resultados, ayer se cerró la Bolsa de Lima después de bajar casi un 9%. También cayó el valor de los bonos soberanos y la moneda nacional se depreció. Y es que su discurso nacionalista de izquierdas e indigenista que optaba por un modelo de Estado extremadamente intervencionista hacía zozobrar la bonanza del país. Cabe subrayar que Humala hereda un Perú con una economía sólida. El crecimiento económico en 2010 fue del 8,7% gracias a las políticas neoliberales de las dos últimas décadas. Este incremento tan significativo ha propiciado en los últimos años una baja inflación, equilibrio presupuestario y un banco central al margen de cualquier control político. Está en manos de Humala no dilapidar estos logros y articular un modelo que sirva para potenciarlo, eso sí, siendo plenamente consciente de que esta buena situación económica tiene que servir para paliar el 60% de pobreza de los indios de las zonas andinas. Humala se debate entre la deriva nacionalista de izquierda, ya conocida y encarnada en estos momentos en el caudillismo de Chávez –cuyas teorías abrazó con entusiasmo en las elecciones presidenciales de 2006, en las que perdió–, Morales y Correa o mirarse en el espejo de una izquierda más acorde con los tiempos representada por Lula da Silva o el uruguayo José Mujica. Todo apunta a que se decantará por esta segunda opción, ya que durante la campaña electoral ha sido asesorado por hombres del entorno del ex presidente brasileño. Es de esperar que Humala haga una gestión tranquila en Perú, con unas reformas que se caractericen por la moderación. No tiene que hacer una política continuista necesariamente, pero tampoco debe caer en delirios ultranacionalistas como promover una economía nacional de mercado interno desdeñando la inversión extranjera o nacionalizando sectores claves de la economía. Perú ha vivido un notable avance en los últimos años y Humala no se puede convertir en una rémora para el país.

La Razón - Editorial

Lo difícil viene ahora

A los victoriosos conservadores portugueses les toca ejecutar un drástico ajuste económico.

Ganar las elecciones portuguesas parece haber sido lo fácil para el primer ministro electo, Pedro Passos Coelho, a juzgar por los 10 puntos de ventaja de su partido conservador (PSD) sobre los socialistas de José Sócrates, última víctima de la crisis de la deuda en la eurozona, que ha tirado la toalla al frente del partido y quizá de la política. Las elecciones anticipadas del domingo -con una abstención histórica y a solo año y medio del comienzo de la legislatura- han laminado a los socialistas en 17 de los 20 distritos del país vecino, tras seis años de Gobierno. El vuelco al centro-derecha, que ha obtenido sus mejores resultados en 20 años, se ha producido tanto en comarcas rurales como en zonas urbanas donde la izquierda era tradicionalmente relevante.

Tampoco debería ser difícil para el victorioso líder opositor poner en pie un Gobierno de coalición con sus aliados tradicionales democristianos del Centro Democrático Social. Ambos partidos, PSD y CDS, suman 129 escaños, lo que les otorgará el control holgado del Parlamento de Lisboa, con 230 asientos. Passos Coelho ha anunciado que estará en condiciones de formar Gabinete rápidamente, quizá esta misma semana, en cuanto obtenga el plácet del presidente Aníbal Cavaco.


Portugal, inmerso en una formidable crisis económica, es un país intervenido por sus prestamistas europeos y del FMI. Si las elecciones parlamentarias han puesto un rotundo final a meses de incertidumbre política, tras el colapso del Gobierno minoritario socialista en marzo pasado, incapaz de hacer aprobar su último paquete de austeridad, al nuevo Ejecutivo conservador le toca la ingente tarea de poner en marcha las drásticas medidas exigidas por la Unión Europea y el Fondo Monetario el mes pasado, como acompañamiento de su fondo de rescate de 78.000 millones de euros.

La receta impone a Lisboa condiciones tajantes para reducir su enorme déficit y deuda, como son el aumento de impuestos y grandes recortes del gasto. Y no solo. El acuerdo de tres años incluye reformas profundas en ámbitos como la sanidad, la educación o la justicia. La ejecución de alguno de esos compromisos toca la Constitución, para cuyo cambio se necesitan dos tercios del Parlamento y, por tanto, la colaboración opositora. Sería un signo de clarividencia que el próximo Gabinete incluyera a algún miembro del Partido Socialista, que negoció el plan de rescate.

Pedro Passos Coelho, sin experiencia de Gobierno, se dijo ayer absolutamente comprometido con los términos del préstamo a Portugal. Ha sugerido incluso que podría ir más allá para sanear definitivamente la economía. No será fácil, sin embargo, aplicar cirugía radical a un país en recesión y con el mayor nivel de paro en tres décadas. El éxito de las reformas políticas o económicas se calibra a posteriori. Y está por verse con qué decisión y rapidez se adoptan las medidas más impopulares; y, sobre todo, cuál es la reacción de un cuerpo social ya maltrecho.


El País - Editorial

Luz y taquígrafos sobre el despilfarro

Ahora que volverá a circular el oxígeno en el sobrecargado ambiente de una Junta de Comunidades que los socialistas creyeron de su propiedad, el PP no puede ni debe mirar hacia otro lado.

Hace bien el Partido Popular de Castilla-La Mancha al denunciar las turbias maniobras de José María Barreda en estos sus últimos días al frente del poder autonómico. María Dolores de Cospedal no puede permitirse el lujo de ceder ni un solo milímetro si pretende llevar al terreno de la práctica sus promesas regeneracionistas. Castilla-La Mancha no ha conocido más Gobierno que el socialista, primero con José Bono y luego con José María Barreda. A lo largo de los últimos 28 años, casi tres décadas de mayorías absolutas encadenadas, el PSOE de Castilla-La Mancha ha forjado un régimen de partido único en el que, según los indicios y la propia denuncia del PP, todo desafuero ha encontrado acomodo.

Ahora que ha llegado el momento del cambio, ahora que volverá a circular el oxígeno en el sobrecargado ambiente de una Junta de Comunidades que los socialistas creyeron de su propiedad, el PP no puede ni debe mirar hacia otro lado. Y no por una cuestión de venganza, sino de simple y llana higiene democrática. Sería, además, la mejor de las credenciales que el Partido Popular puede ofrecer a la ciudadanía de cara a las próximas elecciones generales.

Una vez denunciado el despilfarro, las irregularidades y los disparates en la gestión de la cosa pública, la nueva presidenta de la comunidad debería poner todo su empeño en reflotar la maltrecha economía local, devastada por los sucesivos Gobiernos socialistas. El desempeño económico de Castilla-La Mancha no es precisamente un ejemplo. El gabinete Cospedal tiene por delante una tarea titánica de saneamiento que debiera empezar por reducir drásticamente un desbocado gasto público que imposibilita de raíz cualquier tentativa de recuperación.

Ganar las elecciones era sólo el principio y acaso lo más sencillo. Ahora viene lo difícil. Cospedal, que es también secretaria general del PP, no puede fallar a sus electores y confiarse a un falso consenso que los votantes no terminarían de entender.


Libertad Digital - Editorial

El nacionalismo exporta problemas

La conflictividad provocada por la Generalitat empeora la percepción sobre la capacidad del Estado para enderezar el rumbo del déficit.

EL desafiante conflicto fiscal que el Gobierno catalán tiene planteado al Estado con su déficit público para no rebajarlo sin ayudas —con el objetivo de un concierto similar al vasco— ha llevado a la agencia Moody's a describir un sombrío panorama para la economía catalana y, por extensión, la española. Tampoco sería prudente tomarse los criterios de Moody's como un dogma de fe, porque estas agencias de calificación no siempre han acertado en sus pronósticos. Pero sus evaluaciones marcan el mercado financiero y la advertencia sirve como medidor de la imagen que transmite al extranjero el desajuste autonómico, en general, y el enfrentamiento del Ejecutivo catalán con el Estado, en particular.

Junto a una más que comprensible y necesaria política de restricción y ajuste, el Gobierno de Artur Mas ha emprendido una dinámica de conflictos que fuera ya no se interpreta sólo como un problema del Estado autonómico, sino como un problema de Cataluña consigo misma. En un tiempo de crisis que exige homogeneidad fiscal, soluciones comunes y decisiones colectivas, la conflictividad provocada por el nacionalismo mueve a la perplejidad y empeora la percepción sobre la capacidad del Estado para enderezar el rumbo del déficit de las administraciones. No es gratuito que Moody's dude de que el Ejecutivo central tenga «instrumentos eficaces para garantizar el cumplimiento fiscal en los gobiernos regionales» y que pida «techos de gasto obligatorios». La puesta de este mensaje en circulación por los mercados financieros es una pésima noticia para la economía española, y peor aún para la catalana, porque previene de falta de liquidez y retrasos en los pagos a proveedores por parte de la Generalitat. Claramente, no es el momento para estrategias nacionalistas de corto alcance, sino para políticas nacionales de Estado.

Este toque de atención es coherente con la suma de actitudes insolidarias del Ejecutivo de Mas. Negarse a cumplir las sentencias del Supremo sobre bilingüismo o cuestionar la llegada del AVE a Extremadura son torpes y graves síntomas de desafección con la realidad española. Poco sentido tiene pedir la solidaridad de Bruselas con sus multimillonarios fondos de rescate si la organización autonómica del Estado es una excusa para promover la insolidaridad entre territorios y gobiernos autonómicos.


ABC - Editorial