martes, 7 de junio de 2011

Furgonetas. Por Ignacio Camacho

El poder no es una costumbre ni un usufructo ni un privilegio ni una revancha. Y menos, un latifundio privado.

ESTE revuelo de cesantías, este runrún de trituradoras de papel, este alboroto sesgado de recelos en la simple normalidad de una transmisión de poderes tiene el tufillo a naftalina del viejo turnismo de la Restauración, ese marchamo sectario de ida y vuelta que tanto ha envilecido nuestra funcionalidad democrática. Los relevos de poder han de atenerse a mecanismos regulares, rutinas tasadas y estables, sin esta crispación de sospechas ni esta precipitación de huellas borradas; un mero trámite de alternancia que no cuadra entre tanta desconfianza de cuentas amañadas ni tanto furtivo trajín de furgonetas en la noche. En la tensión de una política de enconos hemos vuelto a olvidar que el poder no es una costumbre ni un usufructo ni un privilegio ni una revancha. El poder no es de nadie, salvo del pueblo que decide quién lo administra cada cierto tiempo. Y no pasa nada; unos se van y otros vienen: la democracia.

Sucede que a menudo en España se entiende el poder como un latifundio de partido, una propiedad orgánica que se siembra de clientelismos y se cultiva en régimen extensivo con capataces, aparceros, jornaleros y aperadores. Esta privatización de la política ha desembocado en un concepto excluyente de dominación que a menudo convierte las instituciones en regímenes o feudalatos capaces de perpetuarse mediante intrincadas redes de dependencia. La identificación entre gobierno y partido provoca un desparrame clientelar que acaba apropiándose de la administración pública y la transforma en una máquina de colocar adictos y distribuir contratos, ayudas, salarios, subsidios. Por lo general esa malla de intereses contribuye a prolongar el tiempo de la dominancia, pero cuando el abuso, el hartazgo o la simple fatiga desembocan en un vuelco electoral, la obligación de abandonar la presunta heredad suele desencadenar en los desalojados una contrariada reacción de miedo, trastorno y tragedia.

Esta voluntad invasiva de los aparatos partidarios ha señalado a las autonomías, por su hipertrofiada capacidad de gasto en recursos y servicios, como territorio de ocupación preferente. Los relevos de poder tras largas etapas de hegemonía —sobre todo en las controladas por los nacionalismos— han sido sin excepción traumáticos. El terremoto electoral de mayo ha liquidado feudos históricos socialistas como el de Castilla-La Mancha y amenaza seriamente el virreinato andaluz. No se trata de un sencillo cambio de gobierno, sino del desmantelamiento de estructuras aposentadas en décadas de supremacía y ramificadas en complejas tramas administrativas, con frecuencia superfluas, que necesariamente van a crujir. Por eso conviene alejar cualquier suspicacia vindicativa que remita a los tiempos de las «auditorías de infarto» y demás terminología de desahucio revanchista. Ya va a resultar bastante cardíaca la experiencia de gobernar en bancarrota.


ABC - Opinión

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