domingo, 6 de marzo de 2011

Estado de sobresalto. Por Ignacio Camacho

La prometida legislatura del pleno empleo va camino de convertirse en la del racionamiento energético.

A un año del final de la prometida legislatura del pleno empleo, mucha gente se conformaría ya sólo con que no fuese la legislatura de las cartillas de racionamiento. El fracaso ha sido de tal índole que se da por amortizada cualquier perspectiva que no implique una catástrofe mayor. Con la inflación en alza y agravada por la subida del petróleo; con el sistema financiero en crisis ante la zozobra de las cajas; con el déficit enquistado bajo el despilfarro sin control de las autonomías; con el ahorro familiar agotado y con el precario tejido empresarial a punto de desmoronarse al cabo de un trienio de pérdidas, el único objetivo plausible en materia de empleo consiste en no llegar a los cinco millones de parados. La acumulación de sobresaltos y riesgos es tan vertiginosa que la sociedad española ha empezado a aceptar el 20 por 100 de desempleo como una tasa estable, como un paisaje social recurrente ante el que cada semana desfilan nuevas fatalidades, angustias y desventuras. Crisis sobre crisis, problema sobre problema, los ciudadanos no viven para sustos en medio del desconcierto que transmite un Gobierno incapaz, titubeante y sobrepasado.

La improvisación, el parcheo y la contingencia se han convertido en un hábito político que proyecta una sombría sensación de desamparo. El vaivén de medidas de quita y pon, las alarmas inesperadas, los volantazos a ciegas se suceden en un clima de ofuscación y desbarajuste. El Gobierno ni siquiera es capaz de explicar con claridad cuáles son las prioridades de este continuo estado de emergencia. Sorprendido por las dificultades amontonadas, acuciado por la confusión, se mueve a rebufo de los acontecimientos sin otro plan que el de sortear contratiempos de cualquier modo, inventando sobre la marcha ocurrencias arbitristas y apremiantes que contradicen y trastornan sus propias decisiones anteriores. La reciente alerta energética ha provocado un clamoroso desorden de gobernanza; el poder ha emitido mensajes incoherentes y contradictorios, no ha aclarado si el problema es de precios o de suministro y ha incurrido en flagrantes discordancias de cálculo. El país va a la deriva, entre una bruma de rumores y amagos que afectan a cuestiones claves de normalidad cotidiana, desde el tráfico urbano hasta el abastecimiento de electricidad.

El Gobierno maneja la hipótesis de decretar restricciones esenciales con una ambigüedad irresponsable. Nadie parece dispuesto a aclarar antes de las elecciones de mayo si existe riesgo real de racionamiento del fluido eléctrico o de las gasolinas. El clima de desgobierno se acentúa en un marco social dominado por la incertidumbre. Y los cuatro millones y medio de parados permanecen al fondo de un horizonte de desolación poblado por los fantasmas de un retroceso pavoroso en el que sólo faltaba la amenaza de quedarse literalmente a oscuras.


ABC - Opinión

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