Lo único que está claro es que reduciendo la realidad al escrutinio electoral no saldremos del atolladero.
MIENTRAS, sin que conozcamos el criterio de Mariano Rajoy, Francisco Camps y sus cofrades de sastrería dilucidaban sobre si prefieren ser presuntamente inocentes o ciertamente indignos y mentirosos, el ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, nos puso sobre la mesa un asunto verdaderamente mollar, algo que flotaba en el aire de las sospechas. Si entendemos que el paro es un drama para cinco millones de españoles, con extensión a sus entornos familiares y amicales, el más grave de los asuntos sociales pendientes y una sangría económica que tiende a romper las cuentas del Estado, todo cuanto a él se refiere pasa a ser del máximo interés. Las prestaciones por desempleo alcanzan ya los 30.000 millones anuales y, según se desprende del trabajo efectuado por los servicios de inspección del Ministerio, a partir de una muestra de 230.000 casos revisados, uno de cada cuatro está en situación de fraude y ha tenido que devolver las prestaciones recibidas.
Visto lo que ocurre en las cumbres del poder, sin notables diferencias entre ellas, y lo que sucede en la inmensa llanura en la que acampamos los multicolores ciudadanos rasos es lícito sospechar que España no tenga remedio. Del mismo modo que aceptamos, sin grandes debates ni reparos, con toda naturalidad, que crucen el territorio nacional unos cuantos grandes ríos o que suela interponerse entre nosotros y el horizonte alguna cordillera próxima, ¿tendremos que hacernos a la idea de que el ADN colectivo tiene más enganches con El Buscón don Pablos que con Santa Teresa de Jesús?
La ex ministra de cultura Carmen Calvo nos alertó sobre todo esto que nos acontece desde hace siglos, pero que ya no podemos seguir soportando y, menos aún, sufragando, cuando nos dijo que «el dinero público no es de nadie». Lo que no es de nadie, la res nulius que decían los romanos, no necesita mayor rigor para su uso y disposición. La implantación ética de ese disparatado supuesto económico explica buena parte, toda la mensurable en euros, de los problemas que nos afligen. En consecuencia, instalados en un laicismo que olvida un componente ético para su buen funcionamiento, no queda claro si debemos recurrir a la policía o al modesto coadjutor de una parroquia cercana. El fracaso político y social que, sobre el económico, marca el punto en el que estamos sumergidos y atónitos, ¿requiere la intervención de los jueces o de la Orden de Predicadores? Ante la insensibilidad establecida, lo único que está claro es que reduciendo la realidad al escrutinio electoral, la obsesión dominante, no saldremos del atolladero. Ganen los buenos o ganen los malos.
Visto lo que ocurre en las cumbres del poder, sin notables diferencias entre ellas, y lo que sucede en la inmensa llanura en la que acampamos los multicolores ciudadanos rasos es lícito sospechar que España no tenga remedio. Del mismo modo que aceptamos, sin grandes debates ni reparos, con toda naturalidad, que crucen el territorio nacional unos cuantos grandes ríos o que suela interponerse entre nosotros y el horizonte alguna cordillera próxima, ¿tendremos que hacernos a la idea de que el ADN colectivo tiene más enganches con El Buscón don Pablos que con Santa Teresa de Jesús?
La ex ministra de cultura Carmen Calvo nos alertó sobre todo esto que nos acontece desde hace siglos, pero que ya no podemos seguir soportando y, menos aún, sufragando, cuando nos dijo que «el dinero público no es de nadie». Lo que no es de nadie, la res nulius que decían los romanos, no necesita mayor rigor para su uso y disposición. La implantación ética de ese disparatado supuesto económico explica buena parte, toda la mensurable en euros, de los problemas que nos afligen. En consecuencia, instalados en un laicismo que olvida un componente ético para su buen funcionamiento, no queda claro si debemos recurrir a la policía o al modesto coadjutor de una parroquia cercana. El fracaso político y social que, sobre el económico, marca el punto en el que estamos sumergidos y atónitos, ¿requiere la intervención de los jueces o de la Orden de Predicadores? Ante la insensibilidad establecida, lo único que está claro es que reduciendo la realidad al escrutinio electoral, la obsesión dominante, no saldremos del atolladero. Ganen los buenos o ganen los malos.
ABC - Opinión
0 comentarios:
Publicar un comentario