jueves, 16 de junio de 2011

Resurreción. Por M. Martín Ferrand

Gallardón merece un desagravio de sus oponentes y un reconocimiento de sus próximos.

GUSTAV Mahler tenía tanto interés en escapar del Romanticismo como empeño demuestra Alberto Ruiz-Gallardón por instalarse en un futuro ecléctico y menos apasionado —sectario— que el presente político que vivimos. El talento no tiene retrovisor. Si Mahler, de quien conmemoramos este año el centenario de su muerte, no hubiera sido judío, y por ello proscrito por el III Reich, su reconocimiento se hubiera adelantado en dos o tres generaciones. Del mismo modo, si Gallardón no fuera de derechas, al margen del complejo faraónico que le incita constantemente a construir pirámides, sería reconocido por todos, incluso por sus conmilitones, como uno de los políticos más grandes y cabales de su generación. Recién inaugurado de cincuentón ya tiene una biografía verdaderamente respetable. Incluso quienes muchas veces hemos sido críticos con él, especialmente por su tendencia a atribuirse funciones que no son propias del Concejo y que rompen el equilibrio público en la promoción de la cultura, debemos reconocerle su grandeza e incluirle entre los mejores alcaldes de la Villa desde que lo fue Carlos III. Y que San Isidro le perdone la tarta de nata que mi paisano Antonio Palacios construyó como Palacio de Comunicaciones y él ha convertido en mayestática sede municipal con perjuicio de la Casa de la Villa que, durante cuatro siglos, sirvió de sede al Ayuntamiento.

A pesar de su tonante y reciente victoria electoral, Gallardón debe de estar bajo de moral. Es sintomático que un melómano de su categoría no estuviera en el Auditorio en la fastuosa ocasión en que la San Francisco Symphony y el Orfeón Donostiarra interpretaron la segunda sinfonía del citado Mahler, Resurrección.

Ahora, acosado por un grupito de energúmenos que, animados por quienes nunca debieron hacerlo, le asedian en su calle, que lleva el nombre, para que la paradoja sea total, de uno de los dos o tres mayores cronistas de sucesos de la historia del periodismo español, el renovado alcalde conoció la reiterada mala educación, vociferante y zafia, que nos define. ¿En nombre de qué, o de quién, pueden allanarse la intimidad y el descanso de un hombre público que ha consagrado su vida a nuestro servicio? Gallardón merece un desagravio de sus oponentes y un reconocimiento de sus próximos. Los demás, todos nosotros, ciudadanos y contribuyentes, merecemos una política de orden público distante de la que marcan los acontecimientos, coincidentes con la decadencia del poder socialista, que en Madrid, Barcelona y otros lugares de España acreditan la demoledora política del mal menor que inspira un aspirante a presidente del Gobierno.


ABC - Opinión

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