jueves, 16 de junio de 2011

Estado de malestar. Por José María Carrascal

«El contrato social alcanzado hace medio siglo en Occidente, que lo ha llevado al nivel de vida más alto de la historia, es incapaz no ya de expandirse, sino de mantenerse, al carecer de las bases que lo sustentaban».

LA mayor paradoja de esta crisis es que, habiendo sido gestada por el capitalismo, está acabando con la socialdemocracia, ese último refugio de la izquierda tras el desplome del comunismo y el vaciado del socialismo. Podría pensarse que los inmensos daños causados a amplias zonas de la población por la orgía capitalista de las últimas décadas provocarían una desbandada general hacia la izquierda, pero lo que está ocurriendo es justo lo contrario: surgen gobiernos y fórmulas de derecha por todas partes. Aunque, si nos ponemos a pensar, tampoco es tan extraño. El capitalismo acepta las crisis como algo consustancial al desarrollo humano, y por tanto está vacunado contra ellas. Mientras, el socialismo busca la sociedad perfecta, y como la sociedad perfecta no existe, tiene enormes problemas en tiempos de crisis. Por otra parte, la ciudadanía es hoy mucho más sofisticada, ha visto en qué acaban los «paraísos» y prefiere la derecha.

D La magnitud de la presente crisis, sin embargo, parece superar la capacidad del capitalismo de autocorregirse y estamos viendo cómo la recuperación se retrasa incluso en los países punteros. No estamos ante la clásica curva de expansión-recesión-recuperación, sino que la recesión se prolonga más allá de lo esperado e incluso hay países en caída libre. ¿Qué ha pasado? Posiblemente, que estamos en un cambio de ciclo. El modelo vigente desde la Segunda Guerra Mundial, basado en la democracia como fórmula política, el mercado como fórmula económica y una legislación social que ha conducido al Estado del bienestar, ya no da más de sí en sus parámetros actuales. Dicho de otra manera: el contrato social alcanzado hace medio siglo en Occidente, que lo ha llevado al nivel de vida más alto de la historia, es incapaz no ya de expandirse, sino de mantenerse, al carecer de las bases que lo sustentaban. Un simple ejemplo lo demuestra: el cálculo de las pensiones se hizo para una población que se jubilaba a los 70 años, con una expectativa media de vida de 74. Últimamente, la edad de jubilación había bajado a los 65 años, mientras las expectativas de vida rozan los 80. Las cuentas no salen. Como no salen las de la sanidad, con personas cada vez mayores y tratamientos cada vez más caros. Para resumir: se necesita un nuevo contrato social si queremos mantener las prestaciones sociales. Un nuevo contrato que tenga en cuenta las nuevas realidades y no se limite, como hasta ahora, a seguir ampliando las prestaciones, por la sencilla razón de que si pretendemos prolongar el contrato anterior lo único que conseguiremos es hundirlo, con el consiguiente enfrentamiento de viejos y jóvenes, empresarios y trabajadores, ricos y pobres, empleados y parados, que empieza ya a notarse, con el Estado del bienestar deviniendo paulatina pero inexorablemente en Estado del malestar. Los «viejos buenos tiempos» no volverán, al menos por ahora. Si seguimos pretendiendo ganar cada vez más, trabajar menos, jubilarnos antes, cobrar pensiones más altas, crear empleo sin aumentar la productividad y ampliar indefinidamente nuestra deuda pública y privada, estaremos cavando, política, económica y socialmente, nuestra propia sepultura.


¿Es posible detener este proceso? Pues sí. Otros lo están haciendo, con buenos frutos. La fórmula se parece bastante a las curas de adelgazamiento tras una temporada de indulgencias con la comida y la bebida. De entrada, hay que recuperar el equilibrio financiero, algo para lo que hay dos caminos: o se recortan los gastos o se aumentan los impuestos. La derecha aboga por lo primero, la izquierda por lo segundo, sin ponerse de acuerdo. ¿Por qué no ambas cosas, lo que evitaría los extremos, siempre peligrosos? Es decir, recortar todos los gastos que no sean imprescindibles —los suntuarios, las gratificaciones, los premios y cuanto hay de «grasa» en el gasto público, que es muchísimo— al tiempo que se eleva el gravamen sobre lo improductivo y superfluo. La combinación de ambas medidas podría cortar en buena parte la hemorragia que vienen sufriendo las arcas públicas.

Pero lo más importante es corregir la actitud tanto de las administraciones como de la ciudadanía, su norma y su comportamiento. Una de las cosas que se han perdido y convendría recuperar es el espíritu de ahorro que tenían nuestros mayores, sustituido por la pasión de endeudarnos, avivada por las facilidades que nos daban para ello. Causa de que la deuda pública y privada alcance proporciones astronómicas. Y de que tengamos montones de cosas que no sirven para nada, desde aeropuertos sin tráfico a un vestuario que no cabe en los armarios. Ya sé que eso promueve la producción, pero también sé que las deudas hay que pagarlas y que el viejo ahorro podría financiar la producción mucho más razonablemente.

Al mismo tiempo, hay que devolver su prestigio al esfuerzo, al afán, a la diligencia, con su justa recompensa, después de haber puesto en un altar el ocio, la diversión y el almuerzo gratis. Cuando no hay almuerzos gratis, alguien tiene que pagarlos; si no somos nosotros, serán las generaciones que nos siguen o los que se van al paro.

El nuevo contrato social debe incluir también unas nuevas relaciones de la ciudadanía con la clase política. Se supone que el papel de los políticos es estudiar los problemas internos y externos que le vayan surgiendo al país y dirigirlo por el camino más conveniente. Últimamente, sin embargo, los papeles se han invertido: ya no son los políticos los que dirigen a los ciudadanos, sino los ciudadanos los que dirigen a los políticos. Y esto, que parece tan democrático, puede no serlo en absoluto, como ha ocurrido con esas manifestaciones callejeras, que se arrogaron incluso el derecho de violar la ley en plena jornada electoral, cuando lo único correcto era expresar la voluntad individual a través del voto. Por este camino, solo conseguiremos falsificar la democracia, entregar el mando al que más grita, no al que tenga más razón, o, simplemente, a una masa anónima, generalmente extremista. Pero lo que hemos conseguido es que los políticos se preocupen más de satisfacer las demandas inmediatas de «la calle» que las necesidades generales y a largo plazo del país. Algo muy peligroso, si olvidamos que entre los cometidos más importantes de los gobiernos está el proteger a la ciudadanía de sus propios excesos y de la demagogia que situaciones extremas suelen generar.

Volviendo al comienzo, no hay fórmulas mágicas para solucionar esta crisis, por no tratarse de una crisis como las demás. Estamos más bien ante un cambio de ciclo, ante un nuevo escenario tanto nacional como internacional, con nuevos desafíos y nuevos protagonistas. De ahí que se requieran nuevas soluciones. No se supera con fórmulas simples de izquierda o derecha, sino con un nuevo contrato social que tenga en cuenta los intereses de todos los ciudadanos —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, empresarios y trabajadores, empleados y parados—, así como los intereses generales del país y las circunstancias que reinan en el mundo. Algo difícil, como es siempre encontrar el equilibrio entre intereses contrapuestos. De ahí que lo primero que tendrá que hacer el próximo gobierno es exponer a los españoles la situación en que se encuentran, sin tapujos. Y los complejos, imaginativos y duros remedios que requiere. Aparte, mejor dicho, antes que nada, de dar ejemplo de austeridad, sinceridad y ética. ¿Es mucho pedir?


ABC - Opinión

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