miércoles, 2 de febrero de 2011

Autonomías. La verdad siempre duele. Por Pablo Molina

Que somos un país pobre y pequeño que no puede permitirse la existencia de diecisiete bandas de derrochadores es tan evidente que incluso el político español medio, tan proclive a la pereza intelectual, podría entenderlo a poco que se esforzara.

Resulta divertido asistir a los esfuerzos de los políticos profesionales del PP situados en sus mandarinatos territoriales por aparentar que el Estado autonómico no es ningún problema para el conjunto de España. De sobra saben que las autonomías son la losa más pesada para el progreso común y el pecio institucional que lastra nuestras posibilidades de prosperar siendo competitivos con el resto del mundo, pero ante la posibilidad de perder sueldos, regalías y cargos oficiales, todos prefieren cantar la palinodia a la Nicolasa por el acierto de su Título VIII, gracias al cual todos ellos, con sus familias y allegados, evitan los rigores de la crisis que azota a los demás.

El documento de la FAES y el discurso de Aznar sobre este grave problema han sido determinantes para que en las autonomías controladas por el PP, el partido al que supuestamente nutre de ideas esa misma fundación, se haya producido un cierto seísmo institucional tras el cual la valiente infantería del partido ha decidido salir a la palestra a defender sus privilegios.


Con Feijóo de abanderado, los mismos políticos del PP que ayer mostraban orgullosos a las visitas su nacioncitas y apoyaban su reconocimiento como tales en los respectivos estatutos de autonomía, dicen ahora que ha sido todo un malentendido y que las autonomías son muy útiles para preservar la unidad de España (sic). La secretaria general del PP, una voluntariosa María Dolores de Cospedal, no ha perdido tampoco la ocasión de cantar las alabanzas autonómicas exigibles al cargo que desempeña, porque, al parecer, las autonomías vertebran muy bien al país. Es una pena que muchos recordemos, por ejemplo, su insistencia en acabar con el trasvase Tajo-Segura, que permite a las regiones limítrofes sobrevivir con el agua que sobra en Castilla-La Mancha, ejemplo escasamente vertebrador y de una dimensión solidaria ciertamente exigua, a pesar del ataque de homogeneidad territorial que parece haberle sobrevenido al leer los primeros párrafos del discurso de su ex jefe.

Que somos un país pobre y pequeño que no puede permitirse la existencia de diecisiete bandas de derrochadores es tan evidente que incluso el político español medio, tan proclive a la pereza intelectual, podría entenderlo a poco que se esforzara. Con un territorio superior a España y un PIB ligeramente mayor que Canadá, el estado de Texas funciona con una cámara compuesta por 31 senadores que se reúne en pleno el tiempo justo para aprobar las leyes de cada legislatura. En España no tenemos exactamente 31 políticos para que gestionen nuestros miniestados sino 2.985 entre parlamentarios autonómicos, diputados provinciales, miembros de cabildos y consejos insulares, sin olvidar a los imprescindibles 13 consejeros del Valle de Arán, a los que hay que sumar las varias decenas de miles de altos cargos con que cuentan en su conjunto las diecisiete autonomías. Si sólo tuviéramos que pagar su sueldo, dietas y jubilación el problema sería relativo, pero resulta que todos ellos manejan presupuestos elefantiásicos, tanto para nuestra capacidad financiera como para sus merecimientos personales, lo que hace insostenible este estado de cosas por mucho más tiempo.

Los políticos profesionales no van a admitir jamás que el invento autonómico es el motivo de que seamos un país miserable y bastante asquerosito en términos políticos. Los de izquierdas porque no creen en la unidad de España, los nacionalistas porque odian al país al que pertenecen y los centro-reformistas porque tienen miles de ociosos a los que mantener. ¿La solución? Pues naturalmente emigrar a Texas. Antes de que no nos quede ni para pagar el billete de avión.


Libertad Digital - Opinión

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