viernes, 7 de enero de 2011

Pascua Militar y cultura de defensa. Por Hermann Tertsch

A quien se le pide el sacrificio máximo no se le puede tratar como a un cuerpo semioculto de la administración.

UNA prueba unívoca de que el presidente del Gobierno ha fracasado en la imposición de todos sus objetivos para convertir la democracia española en un régimen inspirado en su ideal frentepopulista, está en el hecho de que la principal fiesta institucional de las Fuerzas Armadas se siga celebrando, vinculada a la fecha cristiana de la Epifanía y bajo su nombre tradicional de Pascua Militar. Seguro que hace casi siete años, el Zapatero jovencito, exultante con su hazaña militar de abandonar sin previo aviso a los aliados en Irak, tenía otros planes para esta fiesta, tantas veces vilipendiada desde el izquierdismo pacifista que encarnaban como pocos el presidente y su ministra de Defensa Carmen Chacón. Se reconocen los esfuerzos que ha tenido que hacer la ministra para doblegar sus prejuicios ideológicos a la realidad que necesita saber exponer. Tiene mérito incluso si sólo se debiera a su lógico interés por no dañar sus aspiraciones personales. Ha dicho cosas en principio sensatas. «La defensa de España está por encima de cualquier coyuntura económica». Debería ser una obviedad. Pero es menos que eso. Simplemente no es cierto. La inversión en defensa de España siempre ha estado por debajo de las necesidades, en buena y mala coyuntura. Ante ciertas situaciones serias de amenaza o violación de nuestro territorio nacional —las que están en mente de todos—, España carece de una disuasión creíble. Quedaríamos a expensas de la lealtad de otros países. Sólo nos quedaría el rezar para que fueran más leales en la defensa de la seguridad común de lo que fuimos nosotros en las dos retiradas sin previo aviso en Irak y Kosovo. Si contamos aun con unidades combatientes dignas de tal nombre es porque nuestras misiones internacionales nos han dado la oportunidad de tener allí en permanente rotación a dichas tropas. Han tenido ocasión de bregarse y de ser testigo de cómo combaten otros ejércitos, no sometidos a las consideraciones electorales e ideológicas de sus Gobiernos. Hace días le preguntaron al ex jefe de la OTAN en Afganistán, el general alemán Egon Ramms, si hubo problemas por los intentos de Berlín de mantener a sus tropas al margen de los combates de sus aliados. «Resultaba y resulta penoso». Pedía Ramms que los políticos fueran más honrados con los militares y la sociedad. Tenemos un problema con nuestro ejército similar al de los alemanes. En ambos casos por prejuicios y complejos emanados del pasado y hoy ridículos. Ellos lo afrontan ahora. Aquí, con el antimilitarismo enquistado en el parietal socialista, vamos hacia atrás. Dice Ramms que un grave error en Alemania fue una campaña publicitaria del ejército presentando a los soldados como unos trabajadores más, como los panaderos o los electricistas. No es cierto. Y toda mentira tiene un precio. Los soldados no son unos obreros más sino los únicos compatriotas que tienen como oficio, llegada la necesidad, el matar y morir por los demás. Cuando las guerras eran impensables para los europeos, daba lo mismo. Hoy ya no. Los soldados requieren un respeto especial. Y el gobierno promoverlo como piedra angular de una cultura de defensa que, por desgracia, nos es totalmente ajena. Como dice el general Ramms citando a Federico el Grande, «los soldados quieren ser queridos». Con salarios acordes a su responsabilidad y prestigio social. Lo que incluye el permiso para portar con orgullo el uniforme en nuestras ciudades, como en todas las democracias salvo la nuestra. A quien se le pide el sacrificio máximo no se le puede tratar como a un cuerpo semioculto de la administración, en el que cada reivindicación se entienda como desacato y sus miembros tengan como únicos medios efectivos de promoción profesional la afinidad personal o el servilismo ante los políticos.

ABC - Opinión

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