jueves, 9 de diciembre de 2010

La letra, con sangre entra. Por M. Martín Ferrand

Los nuevos métodos didácticos nos harán añorar la salvajada que inmortalizó el genio de Fuendetodos.

EN el Museo de Zaragoza se conserva un pequeño cuadro de Francisco de Goya de menos de un palmo de alto y poco más de otro de anchura. Lleva el título que he tomado prestado para esta columna y muestra, con clara intención burlona, a un maestro de escuela que, con un flagelo en la mano, castiga las desnudas posaderas de uno de sus alumnos, humillado y puesto con las nalgas en pompa para mejor conciliar en él la vergüenza y el dolor. Otros chicos lloriquean como muestra de haber recibido ya su dosis de estímulo didáctico y los demás, mientras un perro corretea junto al maestro, estudian o simulan hacerlo para no recibir otra carga de conocimientos en su popa.

En aquel tiempo no existía el informe PISA ni cosa parecida y no es fácil establecer comparaciones entre la eficacia docente de finales del XVIII, cuando Goya pintó el cuadro, con la del arranque del XXI, cuando los alumnos, en su mayoría, no rebuznan porque la configuración de la garganta humana no se presta a ello. Una vez más estamos en el pasmo de nuestra mediocridad educativa y, peor aún, del analfabetismo funcional que alcanza a millares de nuestros jóvenes de quince años que leen, pero no entienden lo leído. Es decir, que no saben hacerlo y que son víctimas de un ambiente familiar laxo y de unos planes de enseñanza funestos.

Algo pudiera haber en este mal como consecuencia de la deseable masificación de la enseñanza primaria. La Institución Libre de Enseñanza, por ejemplo, creada para la formación de minorías, no desbarataba por eso derroteros y tenía como meta una excelencia que hoy se desprecia y rechaza. Mucho hay también de los planes educativos que, desde los últimos años del franquismo, vienen abaratando los niveles de exigencia. En los últimos veinte años hemos tocado fondo y, sin consolarnos por la globalización del proceso, vemos llegar a la universidad a una minoría tan magnífica como escasa y a legiones de alumnos desinteresados e indolentes, faltos de conocimientos elementales, sin los hábitos necesarios para el progreso académico y, materialmente, enganchados a una pantalla electrónica que constituye el centro moral y cultural de sus vidas.

No parece prudente reproducir estampas como la de Goya, pero tampoco lo es la tolerancia establecida en las familias —¡ya sufrirán cuando sean mayores!— ni la falta de exigencia en las escuelas, sean estas públicas, concertadas o totalmente privadas. El futuro tiende a peor. Los nuevos métodos didácticos que tratan de implantarse, desde la enseñanza colaborativa en adelante, nos harán añorar la salvajada que inmortalizó el genio de Fuendetodos.


ABC - Opinión

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