lunes, 27 de diciembre de 2010

Arte de hacer dinero. Por Gabriel Albiac

¿Quién puede ser tan animal que prefiera el cobro de derechos de autor a la presencia sin límite de los posibles lectores?

LA red es el universo. Duplicado. Su calco fiel. Es, pues, la biblioteca universal. Y las universales fonoteca y filmoteca. Entre otras infinitas cosas. Mejores y peores. Porque la red no distingue: es todo. Como la vida.

Me avergüenza la codicia que por sus derechos de autor exhiben muy progresistas cantautores y muy subvencionados cineastas. Empezando por Sinde. La red irrumpió como el más perfecto paraíso del saber que haya podido soñar «creador» (perdóneseme el pretencioso palabro) alguno. ¿En qué sueña el Flaubert que reescribe diez, cien veces una misma página, hasta tallarla con la matemática del diamante? En que algún día —da igual si quien escribió no existe— los ojos de otro queden cegados por la pura belleza de las líneas que dicen esto tan mínimo: matices del amarillo sobre el cielo de Cartago, para apresar los cuales Flaubert gastó años de testarudez y oficio. Para ganar dinero hay otras cosas. Subvenciones. Sinde a Sinde.


No, no hay para un escritor don comparable al de la red. La gratuidad del puro estar al alcance de todos. Comparado a eso, la invención de la imprenta parece un juego semicavernario. Pienso en los viajes agotadores, en las estancias incómodas, en las horas de búsqueda que me han sido precisas para acceder a ciertos textos especialmente raros del siglo XVII, que es el único al cual he juzgado digno entregar mi vida. Textos atrincherados en los fondos de acceso más restringido de algunas de las grandes bibliotecas europeas o norteamericanas. Hoy, cuando llego a clase, basta entregar a mis alumnos la relación de los links que dan acceso a esos libros. Si el wifi de la Complutense fuera sencillamente aceptable, podría, sin más, ir señalando cada día, en las páginas mismas de esos recónditos tesoros, los pasajes compartidos con cualquiera que se tomara la molestia de traerse a clase su iPad o su portátil. Es el mayor milagro en la historia de la inteligencia humana. ¿Quién puede ser tan animal que prefiera el cobro de derechos de autor a la presencia sin límite ante todos los posibles lectores, no de hoy sino de cualquier tiempo futuro?

¿Son los «artistas» distintos? ¿Tan alta es su excelencia que debemos entre todos pagar su distinción? ¿A qué llamamos «artista»? Cézanne se quemaba los ojos buscando retener el instante sagrado de una sombre sobre la Montaña Sainte-Victoire. Vermeer dejó pintados apenas 37 cuadros que hayamos identificado, entre ellos esa «Vista de Delft» a la cual hace Proust proclamar por su dandy Bergotte agonizante, en La recherche du temps perdu, la quintaesencia del refinamiento pictórico. El arte es la suplencia verosímil de lo sagrado. O no es. Nada. Maravillosa imagen de André Malraux, al final de su reflexión estética, Las voces del silencio: la monstruosidad de ese animal enfermo que es el humano alza su frágil dique de contención en la obra de arte; en ella «el delirio disperso del monstruo de sueños se ordena en imágenes soberanas, y la pesadilla saturnal toma figura de sueño acogedor y pacífico». Y «nos hace soñar en la primera noche glacial en la cual una especie de gorila se sintió misteriosamente hermano del cielo estrellado».

Hoy, el cielo estrellado les sirve a los de Sinde para ir haciendo caja.


ABC - Opinión

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