jueves, 30 de septiembre de 2010

Triste empate a nada. Por Benigno Pendás

«En términos objetivos, la huelga de ayer ha sido un rotundo fracaso, pero los promotores salvan el tipo porque el Gobierno los necesita y todavía aportan una apariencia de estabilidad al modelo de relaciones laborales».

JUEGO de suma negativa: nadie gana, pero los ciudadanos pierden. Día triste para una sociedad incómoda consigo misma. Síntomas de tristeza cívica: mirar para otro lado; eludir los conflictos; salir del paso con el menor coste posible. Consejos que suenan a épocas remotas: «perfil bajo»; evitar riesgos; confundirse con el paisaje. La gente se explaya con los amigos, y allí dice lo que piensa sobre la huelga y los sindicatos. Palabras gruesas y gestos a medio camino entre la indignación y la impotencia. Luego, en la fábrica y en la oficina, cada uno juega su papel y procura guardar las formas. Desbordado por la crisis económica, el socialismo posmoderno conduce a la impostura general. El Gobierno no gobierna, acaso porque no puede, pero casi seguro porque no sabe. Los sindicatos afines, tras largos años de complicidad y mansedumbre, despliegan banderas fuera del tiempo y del lugar. Trampas que no engañan a nadie para maquillar los datos: amenazas latentes y violencia efectiva; discurso de fondo contra el PP y los empresarios; retórica trasnochada y actuaciones irresponsables. Sí, ayer fue un día triste para el Estado social y democrático de Derecho que proclama —con orgullo legítimo— la Constitución de todos los españoles.

A corto plazo, empate a nada entre Gobierno y sindicatos. Los servicios funcionan, la industria se paraliza y la vida sigue. Perspectiva a medio plazo, al margen de banderías partidistas. El «Welfare State» ha sido protagonista indiscutible de la teoría política a partir de la segunda posguerra. También del pensamiento económico (keynesianos más o menos ortodoxos), jurídico (derechos sociales) y sociológico (interacción entre Estado y sociedad). Fue el punto de encuentro entre la derecha y la izquierda heridas por la catástrofe de 1939 y sus secuelas. El consenso socialdemócrata alcanzó a sectores muy amplios, incluidos los gaullistas franceses o los democristianos alemanes e italianos. Los «treinta años gloriosos» eran su aval ante liberales dogmáticos o escépticos. Después, el panorama se complica. Servidumbres del socialismo de todos los partidos: descontrol del gasto público, crisis fiscal, hipertrofia sindical y, sobre todo, desempleo, el peor de los males. El idilio deja paso al catastrofismo, sobre todo cuando la izquierda convencional muestra su incapacidad para gestionar la crisis. Marx hablaría del «nuevo lumpen»: los sin casa, sin empleo, sin derechos, sin papeles, sin afiliación política o sindical… En especial, los jóvenes sin expectativas, un drama generacional que exige soluciones urgentes. Se agota la ideología socialista: ya no sirven el «neocorporatismo», el republicanismo cívico o las «terceras vías» que se hunden una tras otra. Los partidos que se identifican con el Estado social no gobiernan ni siquiera en Suecia, viejo paradigma para nostálgicos. Así las cosas, las maniobras con el único afán de sobrevivir no sirven para nada. El sentido de la responsabilidad impone la convocatoria urgente de elecciones anticipadas. Pero ustedes y yo sabemos que no habrá tal cosa: las Cámaras se disolverán el último día y en el último minuto.


¿El futuro? Guardián del interés particular de ciertos trabajadores privilegiados, el «statu quo» sindical pervive por inercia a pesar de las vulgaridades y groserías en sus campañas de promoción. El déficit de representación es patente: nadie hace oír la voz de los parados, de los autónomos o de millones de jóvenes y mayores con empleos precarios. En términos objetivos, la huelga de ayer ha sido un rotundo fracaso, pero los promotores salvan el tipo porque el Gobierno los necesita y todavía aportan una apariencia de estabilidad al modelo de relaciones laborales. Recuerden, sin embargo, que vivimos en el siglo XXI. La sociedad del conocimiento desplaza sin remedio a las viejas centrales, controladas por una burocracia que actúa en beneficio de sectores poco productivos. El modelo sindical en toda Europa (también en España, por supuesto) funciona en forma de oligopolio que excluye a eventuales competidores y depende del dinero público. El poder político les garantiza esa posición prevalente a cambio de una estrategia pactista que contribuye más o menos a la mal llamada «paz social». Rodríguez Zapatero y sus socios de UGT y CC. OO. saben mucho de ese acuerdo poco confesable. Pero lo que funciona a trancas y barrancas en épocas de bonanza no resiste el embate de una situación de emergencia económica. A ello se añade, por razones de coyuntura, un agujero en la caja única de la Seguridad Social y la ceguera consciente acerca del derroche en las administraciones públicas. Hay soluciones realistas. Por ejemplo, plantear el fin de los grandes «consensos» con esa foto inútil para la galería, sustituyendo la retórica del pacto social por una negociación eficaz empresa por empresa. Vivimos en un contexto peligroso para la sociedad de clases medias y las instituciones representativas. Un teórico complaciente con el Estado de bienestar, N. Luhmann, decía en un arranque de lucidez que el «Welfare State» está desbordado por la política, incapaz ahora de resolver los problemas que él mismo ha contribuido a crear. Todos saldremos perdiendo si quiebra el modelo que ha producido la sociedad menos injusta de la historia. Esa quiebra —financiera, política y moral— puede ser consecuencia del egoísmo de unos y la ignorancia de otros. Por eso, frente a la crisis terminal del Estado social no bastan los lamentos ni las ocurrencias. Hacen falta rigor en los principios, eficacia en la gestión y espíritu de sacrificio personal y colectivo.

El mal trago ya pasó. La séptima huelga general de la democracia, acaso la última huelga con parámetros del siglo XIX, ha costado mucho dinero y nos deja un pésimo sabor de boca. Una vez más, el derecho al trabajo sale malparado, en perjuicio de los más vulnerables. Los piquetes, a lo suyo, y los líderes, a disfrazar la evidencia hablando de un «éxito» imaginario. La gran mayoría de los españoles que tienen la fortuna de disfrutar de un puesto de trabajo acudió por voluntad propia a cumplir con su obligación laboral. Alivio general, porque acabó una huelga plagada de imposturas. Para el Gobierno, un buen pretexto que tal vez le permita suavizar medidas que no le convienen a efectos electorales y hacerse fuerte ante Bruselas o ante ese enemigo invisible al que llaman «los mercados». Los sindicatos, terminada la función, vuelven a distribuir subvenciones desde su oficina blindada. No obstante, el deterioro de su imagen es irreparable: lo saben, aunque no lo confiesan. La gente de la calle esconde la rabia y la decepción, junto con una satisfacción mal disimulada porque la coacción ha sido un fracaso. A lo lejos, los parados miran con envidia a unos y a otros: la exclusión social es el gran reto para una sociedad abierta que no puede jugar impunemente con armas que ya solo existen en los libros de historia.


Benigno Pendás, Catedrático de Ciencia Política

ABC - Opinión

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