martes, 28 de septiembre de 2010

Plática de familia. Por Ignacio Camacho

Hay un clima de pacto, visible en el fácil acuerdo de servicios mínimos, que apunta a empate de conveniencia.

ÉSTA de mañana va a ser una huelga muy rara. Una huelga desganada en la que se atisba de lejos la falta de convicción de los convocantes y en cuyo fracaso no parece demasiado interesado el Gobierno contra el que teóricamente ha sido convocada. Una huelga sin ambiente, una huelga templada, una huelga amistosa, casi. La mayoría de los trabajadores no quieren secundarla —otra cosa será que no tengan más remedio— y los propios sindicatos dan la impresión de ir a ella contra su propia voluntad. En realidad, es así: no han tenido más remedio porque tras dos años de alianza con el zapaterismo necesitan, tras el brusco alejamiento del presidente, una relativa exhibición de fuerza social para mantener su deteriorado predicamento. Y el Gobierno que quebró de repente su pacto de hierro siente una suerte de mala conciencia ideológica por su propia traición, tal que se diría que comprende los motivos sindicales y hasta estaría, si pudiese, dispuesto a apoyarlos; al fin y al cabo, fue la política conjunta la que condujo al borde de la bancarrota que provocó el forzoso golpe de timón reformista. De hecho, Zapatero no ha parado de justificar sus reformas en el imperativo categórico de los mercados internacionales de deuda, excusando la propia responsabilidad a expensas de su margen de autonomía soberana. Pero la única pirueta que todavía no puede componer este hombre, tan dado a contradicciones y quiebros, es hacerse una huelga a sí mismo.

Por eso hay un clima de pacto tácito, visible en el fácil acuerdo sobre los servicios mínimos, que apunta a un empate de conveniencia. A una huelga lo bastante intensa para que los sindicatos salven la cara pero no tanto como para desestabilizar al poder y ponerlo contra las cuerdas. En esa atmósfera de acuerdo implícito ha irrumpido como caballo en cristalería el ímpetu liberal de Esperanza Aguirre en defensa del derecho a trabajar, ofreciéndose como blanco común para el tiroteo que los presuntos adversarios no desean entablar entre ellos. Cargada de razones de fondo, la presidenta madrileña ha cometido el error táctico de erigirse en protagonista de un paro que no iba contra ella y ha soldado un poco más los cables que quedaban sueltos en el circuito entre las centrales y el Gobierno, deseosas ambas partes de encontrar un factor de distracción que reste vigor a su simulacro de enfrentamiento y desvíe la energía del presunto conflicto hacia un tercero sobrevenido.

Pero si ni los sindicatos ni el Gobierno quieren dramatizar, no existe motivo alguno para hacerlo. Escenifiquen su huelga y pásese la página de este ejercicio hipócrita que no es más que una plática de familia, como decía el Tenorio, una polémica artificial sin ánimo de hacerse daño. Proteste ahora el que quiera protestar, y el resto ya tendrá dónde y cómo hacerlo: cuando lleguen el día y la hora de las próximas elecciones.


ABC - Opinión

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