miércoles, 8 de septiembre de 2010

La gran putada. Por Ignacio Camacho

La huelga es, en efecto, una putada, una gran putada para un país que ya está bastante puteado.

A medida que se acerca la fecha de la huelga general los sindicatos empiezan a comprobar el desinterés popular por una movilización que han convocado sin creer en ella, con una clamorosa falta de convicción y una patente mala conciencia que tratan de conjurar con torpes autojustificaciones delatoras de sus propios remordimientos. La frase del camarada Toxo a Félix Madero —«la huelga es una gran putada»— constituye una atribulada y sincera confesión de parte que al menos resulta más honesta que ese desvergonzado vídeo ugetista del Chikilicuatre, en el que se sugiere que la protesta es contra los empresarios y el PP en vez de contra el Gobierno. La falta de solidez argumental de los convocantes revela la inconsistencia de sus motivos; unos piden disculpas por anticipado y los otros se toman la movilización a frívolo cachondeo. Como para confiar en ellos.

A día de hoy, la huelga es una amenaza mayor para sus promotores que para sus destinatarios. El Gobierno está bastante tranquilo porque conoce la falta de eco social de una iniciativa inoportuna y la contradicción que atenaza a los sindicatos, y los empresarios, que serán los paganos de la factura, se toman el asunto con resignación irremediable. Lo único que puede suceder el día 29 es que el sindicalismo español pierda el escaso crédito que le queda entre unos trabajadores desmotivados, que si secundan el paro será en su mayoría por no meterse en mayores líos o porque les saboteen los transportes.


La gente puede estar, y está de hecho, cabreada por la crisis y por el ajuste económico pero no entiende la oportunidad ni el sentido ni la utilidad de la protesta más allá de la necesidad de los sindicatos de justificar su rol teórico, de exhibir un músculo rebelde que se les ha atrofiado en estos años de oficialismo peronista. Y al personal le seduce poco la idea de sufrir un descuento salarial para sacarles las castañas del fuego a unas organizaciones ensimismadas cuya utilidad no han visto por ninguna parte en los últimos años.

En este ambiente desangelado las centrales empiezan a entender que se han tendido una trampa a sí mismas y rebuscan coartadas para su incoherencia. La UGT pretende diluir el objetivo de sus reproches para no molestar al Gobierno hermano y Comisiones, más independiente al fin y al cabo, no logra esconder la sensación autocrítica de hallarse en un callejón sin salida, en una aventura estéril. La huelga es, en efecto, una putada, una gran putada para todos: para sus convocantes, para sus sufridores y en general para un país que ya está bastante puteado. Por eso no se entiende ese sentido ineluctable, como de catástrofe natural, con que la enfocan quienes la han organizado y tienen todavía en sus manos la posibilidad de evitarla.


ABC - Opinión

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