Nada hay que ver en el futuro por la muy prosaica razón de que allí no hay nada. Al contrario, quien aspire a comprender la realidad habrá de girar la vista hacia el pasado. Siempre, sin cesar, constantemente.
Como bien sostiene Pío Moa, uno de los lugares comunes más vacuos de la jerga política hispana es el cargante latiguillo que prescribe "mirar al futuro". Ocurre al invariable modo, en cuanto el mando desea saldar el menor atisbo de debate ordena, imperativo, husmear en el futuro. Ahora, con ocasión del fallo del Estatut, tanto Rajoy como Zapatero han vuelto a aferrarse a esa absurda convención retórica. Y es que nada hay que ver en el futuro por la muy prosaica razón de que allí no hay nada. Al contrario, quien aspire a comprender la realidad habrá de girar la vista hacia el pasado. Siempre, sin cesar, constantemente.
He ahí, por cierto, la gran diferencia entre el ser que piensa y el que siente; entre el individuo y la masa, que dirían cuando todavía se podía llamar a las cosas por su nombre. Así, contemplado desde una cierta óptica histórica, el fracaso del proyecto catalanista se revela estos días en toda su miseria. A fin de cuentas, más allá de la impostada algarabía mediática, el hastío ante la paranoia identitaria ha terminado cuajando en una abstención estructural, crónica. Tras un cuarto de siglo de estomagante adoctrinamiento institucional, la mitad del censo ya rehúsa hablar en las urnas por sistema. Igual calla en las elecciones domésticas que en las generales; como, indiferente, calló en el referéndum.
A ese paso, los micronacionalistas quizá puedan construir un convento de cartujos pero no una nación. Aunque, claro, nadie les quitará el recurso al guirigay callejero, la sempiterna especialidad de la casa. "Fingen peligros que no existen y crean conflictos imaginarios. Nuestros políticos necesitan estas agitaciones porque no saben hacer otra cosa", confesaría en su diario Amadeu Hurtado, el abogado de la Generalidad durante el otro contencioso con el Tribunal Constitucional, el de 1934, poco antes de la sublevación de Companys. El mismo Hurtado que inmortalizó tal que así a Macià, el Montilla de la época: "No sabía nada de nada y daba miedo escucharle hablar de los problemas de gobierno porque no tenía ni la más elemental noción; pero el arte de hacer agitación y de amenazar hasta el límite justo para poder retroceder a tiempo, lo conocía tan bien como Cambó". ¿Mirar al futuro? Sí, en las bibliotecas.
A ese paso, los micronacionalistas quizá puedan construir un convento de cartujos pero no una nación. Aunque, claro, nadie les quitará el recurso al guirigay callejero, la sempiterna especialidad de la casa. "Fingen peligros que no existen y crean conflictos imaginarios. Nuestros políticos necesitan estas agitaciones porque no saben hacer otra cosa", confesaría en su diario Amadeu Hurtado, el abogado de la Generalidad durante el otro contencioso con el Tribunal Constitucional, el de 1934, poco antes de la sublevación de Companys. El mismo Hurtado que inmortalizó tal que así a Macià, el Montilla de la época: "No sabía nada de nada y daba miedo escucharle hablar de los problemas de gobierno porque no tenía ni la más elemental noción; pero el arte de hacer agitación y de amenazar hasta el límite justo para poder retroceder a tiempo, lo conocía tan bien como Cambó". ¿Mirar al futuro? Sí, en las bibliotecas.
Libertad Digital - Opinión
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