domingo, 4 de julio de 2010

La desnacionalización. Por Ignacio Camacho

El difuso proyecto político de ZP se ha basado desde el principio en la descreencia del concepto de nación española.

AUNQUE ha sido la crisis económica el factor determinante del desplome de Zapatero en la opinión pública, desnudando ante la mayoría de los ciudadanos españoles y los dirigentes extranjeros su incompetencia como gobernante y su frívola temeridad política, el doble mandato zapaterista contiene un elemento mucho más pernicioso que su manifiesta incapacidad para hacer frente a una profunda quiebra social y financiera: la desvertebración del Estado que tenía la responsabilidad de dirigir como primer ministro. El pésimo manejo de la recesión sólo demuestra al fin y al cabo su falta de preparación para ejercer la responsabilidad de Gobierno, una clamorosa ineptitud que cuestiona los filtros de selección de la vida pública española; la desnacionalización de España, sin embargo, constituye una estrategia de grave inconsciencia que ha comprometido, por intereses tácticos de corto vuelo, la urdimbre que sostenía la cohesión de nuestra sociedad democrática.

El Estatuto catalán es la pieza clave de esa intención disgregadora, afortunadamente embridada por el Tribunal Constitucional en una sentencia que al menos fija doctrina sobre unos mínimos infranqueables que el presidente permitió rebasar para establecer una alianza de intereses con los grupos soberanistas. Su difuso proyecto político se ha basado desde el principio en la descreencia del concepto de nación española, que todavía siendo jefe de la oposición consideró «discutido y discutible». Una vez en el poder aplicó ese relativismo suicida hasta unos términos nihilistas que suponían de hecho la transformación del modelo constitucional en un vago territorialismo confederativo, aflojando de forma decidida —mediante una oleada de reformas estatutarias regionales— los pernos que sujetaban desde 1978 el equilibrio del Estado de las autonomías. Para ello no tuvo reparos en mentir y engañar a unos y a otros, incluyendo a los propios nacionalistas, sorteando los obstáculos que él mismo levantaba con fintas improvisadas que han ido cuarteando las reglas y compromisos de la convivencia colectiva. Todavía esta semana, enfrentado a la realidad de un veredicto que pone freno a parte de su deriva fragmentadora, se ha permitido decir que el Estatuto es «básicamente» constitucional —como si un presidente pudiese conformarse con eso— y que da por cumplido el impreciso objetivo que le llevó a abrir la demencial carrera de soberanismo a la carta.

No parece, empero, que la exigencia del nacionalismo catalán se conforme ahora con el recorte del impulso al que dio alas la irresponsable dejación de las funciones presidenciales. Los primeros indicios apuntan a que, lejos de cerrar la desconstitucionalización encubierta, Zapatero se dispone a entregar, para mantenerse a flote, nuevas concesiones que avancen en esa inquietante deriva sin freno.


ABC - Opinión

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