viernes, 2 de julio de 2010

Huelgas cimarronas. Por Ignacio Camacho

Los servicios mínimos son papel mojado en los conflictos de mayor repercusión estratégica.

EN el verano de 2006, plena temporada turística, un grupo de cabreados trabajadores de Iberia ocupó por las bravas la pista del aeropuerto de El Prat de Barcelona, objetivo estratégico y de seguridad cuyo sabotaje les habría costado un severo disgusto en cualquier país civilizado. Ninguno de ellos fue a la cárcel —condenados a penas leves— y salieron absueltos los sindicalistas acusados de promover el estrago. A partir de esta impunidad cualquiera puede sabotear en España el servicio público que le venga en gana, invadir instalaciones sensibles o tomar como rehenes a millones de usuarios; los derechos de los ciudadanos están en la práctica supeditados a la coacción caprichosa de cualquier minoría reivindicativa. Pilotos, transportistas, controladores, sanitarios o maquinistas pueden de hecho provocar a su antojo el colapso que mejor les cuadre para defender sus intereses corporativos sin rendir mayores cuentas a quienes les pagan sus salarios.

La única norma reguladora del derecho de huelga data de 1977, antes de la Constitución, sin que desde entonces ningún gobierno se haya atrevido a modernizarla. Los servicios mínimos son papel mojado en los conflictos de mayor repercusión social, sometidos al abuso frecuente de una fuerza sindical sobredimensionada. El equilibrio entre derechos y obligaciones decae ante una imposición coactiva que cercena la libertad de la mayoría y sobrepasa de largo la razonable legitimidad de las protestas laborales. Junto a la jornada de huelga en el País Vasco, salpicada de violenta borrokapiquetera, el paro salvaje en el Metro de Madrid ha mostrado la cara más áspera de este sindicalismo montaraz y desaprensivo: dos millones de personas, pertenecientes en su mayoría a la clase trabajadora, inmovilizadas por la insolidaridad de un pequeño colectivo disconforme con un ajuste que ya han sufrido gran parte de los perjudicados por su queja.

El tono de matonismo amenazante y cimarrón que han exhibido algunos de los dirigentes —liberados— de la huelga madrileña certifica también la arrogancia de quienes se saben en posición de ventaja. El insuficiente marco legal les permite un margen de arbitrariedad impune. Han utilizado a los viajeros como carne de cañón para una exhibición de fuerza destinada primero a desgastar a Esperanza Aguirre y en segunda instancia a amenazar a Zapatero con una muestra de lo que puede suceder en septiembre. Y esta vez ni siquiera ha actuado la Fiscalía pese a la evidencia de indicios de delito en el incumplimiento desleal y premeditado de servicios mínimos. La irresponsabilidad sindical es manifiesta, pero más flagrante aún es la ausencia de una regulación efectiva de los deberes esenciales en casos de conflicto.


ABC - Opinión

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