lunes, 19 de julio de 2010

El maestro pensador. Por Ignacio Camacho

La «nación política» supone una síntesis del Derecho Constitucional que supera el magisterio weberiano.

CON apenas una breve experiencia como profesor asociado en la Universidad de León, Zapatero ha emprendido una revolución del Derecho Constitucional que puede superar el magisterio weberiano y convertir a Duverger, Sartori o Dahl en rancias reliquias de talento agostado. Su innovadora definición de la «nación política», evolución natural de la teoría de lo discutido y lo discutible, supera y arrincona la doctrina de los maestros pensadores con una síntesis decisiva fruto de la depuración del republicanismo cívico. En su impulso adanista ha alcanzado un estado de creatividad experimental en el que se siente lo bastante iluminado para reinventar con arrojo un orden jurídico. Si Alfonso Décimo escribió de su puño y letra una sustantiva porción de Las Siete Partidas y Napoleón fue capaz de dictar por sí solo un código civil y hasta otro de comercio, por qué no ha de poder nuestro audaz presidente alumbrar una solución posmoderna para el viejo problema de las identidades nacionales. Ingeniería conceptual, deconstrucción y reconstrucción: grandes hombres para grandes ideas.

El método politológico presidencial se basa en un mecanismo tan simple que sorprende que a nadie se le haya ocurrido antes. Todo consiste en sustituir el significado de los conceptos por el significante de las palabras, otorgando a éstas un poder demiúrgico. El principio fundamental, la piedra filosofal del pensamiento zapaterista, está escrito en los albores de su fecundo mandato: «las palabras han de estar al servicio de la política y no la política al servicio de las palabras». Y al fin y al cabo, qué es el Derecho sino un conjunto de palabras herméticas interpretadas por una casta de chamanes. La cuestión primordial es arrebatarles a esos oscuros taumaturgos el poder de la interpretación y ponerlo al servicio de una causa progresista.

Así, si la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña establece que no hay otra nación jurídica posible que la española, basta con crear un término nuevo que dé cabida a las aspiraciones soberanistas. ¿Estado, nación, nacionalidad? «Palabras, palabras, palabras», que decía Hamlet. Tanto experto devanándose los sesos y se trataba del huevo de Colón; creatividad es lo requería este enredo de juristas doctrinarios. Voilà: la nación política, que se le ha escapado a las minervas del TC. El arriscado preámbulo estatutario podrá no tener efectos jurídicos, pero los puede tener políticos si hay un gobernante dispuesto a otorgárselos. Y como el veredicto sí admite de hecho la existencia de una «nación económica», con privilegios de desigualdad competencial, el resto consiste, como decía Pujol, en el uniforme de los guardias y el idioma de los letreros. Maldita la falta que hace la juridicidad cuando existe una imaginación tan esclarecida.


ABC - Opinión

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