martes, 20 de julio de 2010

Rodiezmo, espejo roto. Por Ignacio Camacho

Ante los mineros no puede disimular. No puede sostenerles la mirada ni decirles que el poder no lo iba a cambiar.

SE ha arrugado. No tiene coraje ni argumentos para ir a Rodiezmo a dar la cara. La retórica populista, los pañuelos rojos, el izquierdismo de hollín y puño en alto, el obrerismo de consigna: toda la parafernalia impostada de socialismo caballerista se ha derrumbado en una gloriosa espantá de abrumadora mala conciencia. El presidente se ha encogido por segunda vez en dos semanas —la primera ha sido con la sentencia del Estatuto— ante las consecuencias de su propia política. Le falta pulso para defender en Cataluña la supremacía jurídica del Estado y carece de arrojo para aguantar la mirada torva de los mineros ante el incumplimiento de sus apasionadas promesas, hijas del tiempo feliz del esplendor en la hierba. Tiene el síndrome de la madrastra de Blancanieves ante el espejo: no soporta que los suyos no le quieran.

La ausencia en Rodiezmo, donde para mayor ignominia lo ha vetado Cándido Méndez, es la confesión de un fracaso, el epítome de una contradicción insostenible. Zapatero ha esquivado hasta ahora la explicación de su forzoso cambio de rumbo hurtando a la opinión pública cualquier atisbo de autocrítica. Ha ninguneado las críticas parlamentarias utilizando la tribuna como un burladero, y no ha tenido brío para enfrentarse al país con una declaración televisada. Sabe que está preso de la alegre vehemencia con que defendió su política de gasto hasta un minuto antes de verse obligado a abolirla, y no halla el modo de darse una salida airosa a sí mismo. Las hemerotecas son demoledoras, sonrojantes; la semana pasada, Rajoy lo ridiculizó en la Cámara leyendo en alto sus propias palabras. No de hace cinco años, ni cinco meses: de anteayer, de la propia víspera de su humillante revolcón en el Directorio europeo. En este momento el peor enemigo de Zapatero es Zapatero; el Zapatero de antes del 8 de mayo, fecha de la triste epifanía en que dio al traste su fatuo apostolado socialdemócrata.

Pero ante los mineros de su tierra no puede disimular. No puede sostenerles la mirada. No puede decirles que el poder no lo iba a cambiar. No puede pedirles que se olviden de lo que les prometió en septiembre pasado. Él mismo los convirtió en el símbolo de su profesión de fe ahora abjurada. Él mismo los utilizó como vestales de un oráculo de legitimidad sindical ante el que renovar cada año sus votos de compromiso socialista. Y ahora no está en condiciones de plantarse ante ellos para decirles que de lo dicho nada y que por cosas de la alta política el amigo Cándido le va a organizar una huelga general. O acaso le sobra soberbia para ir allí a admitir que, simplemente, estaba equivocado. Muy equivocado.

Para eludir la cita de Rodiezmo se ha inventado un viaje a Shangai. Demasiado cerca: no va a encontrar en el mapa un lugar en el que no le persiga la sombra de sus contradicciones.


ABC - Opinión

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