lunes, 14 de junio de 2010

La soledad de Regina Otaola. Por Gabriel Albiac

El exilio es aquello a lo cual se ve forzado un hombre cuando sus compañeros de armas lo abandonan

A GAIN to sea!, «¡a la mar de nuevo!», clama el Childe Harold de Byron. Again to sea!, replica el joven Chateaubriand que huye de la ya imparable deriva que llevará del París festivo de la revolución de 1789 al sombrío tiempo sellado por el Gran Terror del año 1794. Y Chateaubriand, que había visto en aquel verano del 89 a la Asamblea Constituyente como «la más ilustre congregación popular jamás surgida en nación alguna», sabe ahora que no queda más que huir, vacío de esperanza y de futuro. «No llevaba conmigo más que mi juventud y mis ilusiones», en ese crepúsculo de Saint-Malo que ve zarpar hacia América al bergantín de cuya tripulación es parte el que llegará a ser el más grande prosista de la lengua francesa. «Desertaba de un mundo cuyo polvo había pisado y cuyas estrellas contado, a cambio de un mundo cuyo tierra y cielo me eran desconocidos». A eso se llama exilio: pérdida de todo cuanto talló la poca cosa que somos.

Me viene, de inmediato, a la memoria el pasaje desolador de las Memorias de ultratumba, al leer, esta mañana, que Regina Otaola ha optado por abandonar el País Vasco. No hay sorpresa. Para mí, al menos. No sé, a decir verdad, cómo ha podido aguantar tanto. Porque, al fin, resistir al enemigo, aun cuando sea a un enemigo abrumadoramente más poderoso, está en la lógica del guerrero y no merece siquiera un calificativo de elogio. Aquel que combate, apuesta su propia vida en compañía de los suyos. A la sublime manera de aquellos espartanos, de cuya sobria perseverancia en la batalla contra el Persa nos dio Herodoto constancia en la conmovedora, por lo austera, leyenda de su estela fúnebre: «Viajero, ve y di a los lacedemonios que aquí yacemos por respeto a sus leyes». Heroísmo y retórica se excluyen. Y el exilio no lo fuerza jamás la abrumadora superioridad del adversario al cual se combate. El exilio es aquello a lo cual se ve forzado un hombre cuando sus compañeros de armas lo abandonan. O vuelven contra él sus filos. Exilio es la más alta forma de la soledad. También, por eso, del ser libre. Aunque una soledad así y una libertad a tan alto precio pagada, pocos puedan soportarlas. Si es que alguno. «Me aniquilaba —anota Chateubriand en esa huida —la desesperación sin causa que llevaba en el fondo de mi alma».

Dieter Brandau me pidió, hace un año, seleccionar un poema con el cual ilustrar su reportaje sobre la diaria batalla en solitario de la alcaldesa de Lizarza. Elegí uno de Robert Desnos, quizás el más grande poeta amatorio francés del siglo veinte, aniquilado en un campo de exterminio nazi: Este corazón que odiaba la guerra. Retomo de su anaquel la bella edición en Gallimard de las Obrasde aquel judío resistente y derrotado, que alzaba su poema «como el sonido de una campana que llama a la rebelión y al combate», en un tiempo en el cual «una sola palabra, Libertad, bastó para despertar las viejas cóleras». Perdió su envite Desnos. Lo pierde ahora Otaola, lamentablemente abandonada por los suyos. Y uno sabe que hay veces —casi todas, en cuanto concierne a la terrible especie humana— en que es mil veces preferible la derrota. Saber eso no está al alcance del alma de un político. Pero, ¿acaso «alma» y «político» no se excluyen?


ABC - Opinión

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