lunes, 28 de junio de 2010

Bestias veladas. Por Gabriel Albiac

La mujer, como animal reproductivo, es una mercancía cara en la cultura nómada a la cual Mahoma da código.

NO es ornamento. Ni perversión estética. El velo es revestidura litúrgica de la mujer musulmana. Y nada sabe la liturgia de coqueterías. No es estética su función, sino teológica. Toda liturgia sella en el ceremonial externo una codificada sumisión a lo sagrado, a lo cual rinde obediencia. El velo —en las diversas variedades locales, que van desde el hiyab al burka—, para la mujer islámica, es tan poco accesorio cuanto pueda serlo el agua bautismal o la circuncisión en otras religiones. La gravedad del conflicto que las mujeres veladas plantean a una sociedad de la universal ciudadanía libre no está en los riesgos policiales de circular bajo máscara. Lo primordial es otra cosa: ¿qué relación con lo sagrado sella la obligación de aparecer velada que recae sobre la mujer islámica? La respuesta está en El Libro que da razón de todo lo permitido y lo prohibido. Otras cosas podrán serle reprochadas al Corán, no la ambigüedad. Su fuente es la sura XXXIII, 59: «¡Oh, Profeta! Di a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran con sus velos: éste es para ellas el mejor modo de darse a conocer y no ser ofendidas». Un poco antes (XXXIII, 55) se enumeran las excepciones familiares, que permiten mostrar el rostro a las mujeres «ante sus padres, sus hijos, sus hermanos, los hijos de sus hermanos, los hijos de sus hermanas y ante sus sirvientas o sus esclavos«. XXIV 31 incluye también a los eunucos.

La motivación social del texto coránico nada tiene de enigmática. La mujer, como animal reproductivo, es una mercancía cara en la cultura nómada a la cual Mahoma da código. Su poseedor —padre primero, luego esposo— debe velar por su integridad y por su uso exclusivo. Y esa tutela, que la excluye aun del contacto visual de cualquier varón sexualmente útil, materializada tanto física cuanto moralmente por el velo —en sus diversos formatos—, da escena a lo que la ley reglamenta en sus detalles: que Dios juzga abominable tratar de igual manera a hombres y mujeres, que la mujer es inferior al varón, que es su sierva y que al varón —padre, hermano, esposo— ha sido sometida por intemporal designio divino. Corán, IV, 34: «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres, en virtud de la preferencia que Dios les ha concedido sobre ellas, y a causa de los gastos que genera garantizar su manutención». Si una de esas preciadas bestias domésticas se insubordina, o si sencillamente el amo «teme que le sea infiel», éste debe «encerrarla en habitaciones separadas y golpearla».

Nadie reprochará la coherencia de la norma coránica. En sociedades donde la mujer sea un estadio intermedio entre animal y humano, tal tipo de fe religiosa no puede sino contar con el mayor consenso. El conflicto surge, inevitablemente, cuando una religión así se ve implantada en un mundo —éste tan decadente en el cual vivimos— cuyo fundamento es la igualdad ciudadana ante la ley. Sin distinción de sexos ni creencias. Y ese conflicto ni tiene solución ni es siquiera negociable. La compatibilidad es imposible: o la igualdad legal sobre la cual reposa la democracia, o la teológica desigualdad islámica de la cual da testimonio el velo femenino. ¿Prevalecerá el Islam o la democracia? No está claro.


ABC - Opinión

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