domingo, 23 de mayo de 2010

Gobierno asustaviejas. Por Ignacio Camacho

LA decisión de congelar las pensiones es la muestra más palmaria de que este Gobierno no sabe gobernar.

Si supiese habría previsto desde hace tiempo un plan alternativo a su propia estrategia de déficit sostenido, para evitar entregarse al vértigo de un ajuste improvisado «como sea» por imperativo forzoso de las circunstancias. Víctima de su propia incompetencia y de su imprevisión, ha recortado las partidas más inmediatas porque no tenía tiempo ni voluntad de afinar un proceso más complejo que implique la reducción racional del inmenso aparato del Estado. Al meterle a los jubilados la mano en sus delgadas carteras ha violado un tabú socialdemócrata y emitido un mensaje político demoledor que tritura su discurso proteccionista. Se ha convertido en un Gobierno asustaviejas, a su pesar pero por culpa de su ineptitud para afrontar responsabilidades.

La congelación de las pensiones destruye el gran mito de la socialdemocracia española, que ha construido con ellas un relato ficticio de gran eficacia propagandística. González lo utilizó a la desesperada para tratar de frenar la victoria del PP, en un momento en el que las rentas de las pensionistas corrían auténtico peligro por el descontrol financiero felipista. Fue Aznar el que las estabilizó, les dio impulso y creó el Fondo de Reserva, pero no supo envolver ese esfuerzo en una adecuada narración discursiva. Pese a las evidencias contrarias, las pensiones vienen constituyendo en España un patrimonio político de la izquierda, que Zapatero se ha cargado de golpe por su incapacidad de enfrentarse al adelgazamiento de un Estado clientelar hipertrofiado. Es muy difícil, por no decir imposible, convencer a los ciudadanos de que el Gobierno no encuentra soluciones menos traumáticas para recortar 1.500 millones de euros -sólo los sindicatos se llevaron en 2009 subvenciones por valor de 400- en una Administración que todo el mundo percibe como un gigante sobredimensionado.

Toda la retórica progresista del zapaterismo queda en entredicho ante una medida de esta clase. El énfasis laicista, la ampliación de derechos, la igualdad de género o la memoria histórica aparecen como efectismos desnudos frente a la evidencia de que a la primera dificultad seria el adalid de la «no dominación» descarga el peso de su fracaso económico en las espaldas de los débiles. Y aún es más preocupante la certeza de que esta drástica opción, que naturalmente provoca al presidente un grave quebranto en sus convicciones, obedece a la pura incompetencia para hallar una fórmula mejor con que paliar su propio desastre, o a la falta de coraje para abordar una poda profunda de la inmensa y superflua fronda del derroche público. Estamos ante una desoladora confesión de impotencia de un dirigente hábil para desenvolverse en tiempos fáciles de bonanza a favor de corriente, al que la crisis ha situado en el punto de fusión de su limitada capacidad. Lo triste es que, simplemente, no lo hace mejor porque no sabe.


ABC - Opinión

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