
Los gobiernos occidentales han expresado tímidamente su preocupación por lo que está sucediendo en Xinjiang, pero raramente se han producido las condenas que merecería semejante exhibición de violencia por parte de un régimen que está lejos de ser una democracia. Ahora China es lo suficientemente fuerte e influyente para intimidar a las capitales más importantes del mundo, y las condenas que se lanzan implacables contra la diminuta Honduras se vuelven mudas hipócritamente ante el cortejo de víctimas de la represión y del odio intercomunitario en China.
Han pasado veinte años de la matanza de la plaza de Tiananmen, China ha cambiado sustancialmente y, sin embargo, el Gobierno de Pekín sigue utilizando los mismos métodos contra los disidentes. Ahora podemos ver que un mayor énfasis en la defensa y promoción de la democracia en China no sólo hubiera sido bueno para Occidente, sino, sobre todo, para la misma China, que está construyendo una sociedad cargada de tensiones y basada en el mantenimiento de una inmensa mayoría de la población en un estado de semiesclavitud. No sabemos cuánto tardará en producirse, pero es evidente que sólo la verdadera democracia -adaptada a las características específicas de China, pero democracia- puede salvar a ese inmenso país. Ayudar en este propósito puede hacerse a través de las denuncias de los abusos para que el régimen chino aprenda cuáles son las fronteras de lo admisible.
ABC - Editorial
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