miércoles, 8 de julio de 2009

China no puede dar carta blanca a la barbarie

Los episodios de Xinjiang muestran las contradicciones del régimen chino, que pretende ser una potencia del siglo XXI pero con viejos parámetros autoritarios.

LOS MÁS de un centenar y medio de muertos, el millar de heridos y los 1.400 detenidos en tres días en la región de Xinjiang son cifras que hablan por sí solas de la magnitud de unos disturbios que vuelven a poner a China en el punto de mira por su falta de respeto a los derechos humanos. Aunque por su gravedad se ha equiparado ya esta revuelta de Xinjiang con la protesta de Tiananmen, de la que se acaban de cumplir dos décadas, la naturaleza de lo ocurrido obliga a comparar estos hechos con el conflicto que vive el Tíbet.


La provincia de Xinjiang, la más occidental de China y la de mayor extensión, es un foco de conflictos desde que Pekín decidió asimilarla a la fuerza con migraciones masivas de individuos de etnia han, la más numerosa del país. El territorio está habitado mayoritariamente por uigures, de religión musulmana y lengua de origen turco, que han visto en las últimas décadas cómo se les marginaba socialmente en beneficio de los han a la vez que se atacaba su identidad, en una política que las organizaciones humanitarias describen como «genocidio silencioso». En Urumqi, la capital de la provincia, la población original es hoy una minoría debido al efecto de la migración.

La política de sometimiento impuesta por el régimen chino en Xinjiang, que tanto recuerda a la del Tíbet, ha ido larvando un conflicto interétnico que estalló el domingo en Urumqi. Los uigures salieron a la calle en protesta por el linchamiento de dos de sus miembros acusados de haber violado a una mujer han. Lo que debía ser una marcha silenciosa se convirtió en un baño de sangre, con graves enfrentamientos entre la población y las fuerzas de seguridad, a la que los civiles acusan de haber empleado una violencia injustificable.

Se calcula que el régimen ha desplazado a la región a unos 20.000 soldados y policías, lo que no ha impedido el cese de la violencia ni que ayer se dieran imágenes como las que hoy describe nuestro enviado especial de ciudadanos han armados con palos y cuchillos saliendo a la caza de los musulmanes, en una escalada de absoluta barbarie. Una de dos: o hay una flagrante connivencia de las autoridades con los agresores o se les ha ido el conflicto de las manos.

Como ocurre sistemáticamente cada vez que se producen disturbios en China, el régimen ha tratado de forzar el apagón informativo. Internet dejó de funcionar ayer en la región y las comunicaciones se vuelven cada día más difíciles, de tal forma que es complicado conocer qué está ocurriendo en puntos alejados de Urumqi.

Los episodios de Xinjiang vuelven a poner encima de la mesa las contradicciones del régimen chino, que trata de dirigir una superpotencia en pleno siglo XXI con viejos parámetros autoritarios. Los límites a los derechos básicos en China, las detenciones sin garantías judiciales y la constante presión de las fuerzas del orden son un anacronismo. La realidad es que, todavía hoy, hay ciudadanos presos por haber participado en las protestas de 1989, y ni siquiera se ha ofrecido una cifra pública de los muertos y detenidos, lo que revela una voluntad de no rectificar y de mantener la política de puño de hierro.

La revuelta de Xinjiang ha llevado a la ONU a pedir una vez más a Pekín que respete los derechos democráticos. China, que se ha convertido por derecho en uno de los ejes sobre los que gira la economía mundial, y que ha sido capaz de mostrar su pujanza y su voluntad de equipararse al resto de potencias con la organización el año pasado de los mejores Juegos Olímpicos de la historia, no puede pretender entrar en la modernidad y ser aceptada plenamente por la comunidad internacional mientras siga actuando como una dictadura.

El Mundo - Editorial

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