
No es casual, por eso, que los barcos tengan nombre propio. Una de mis aficiones es leer amuras y espejos de popa. Cuando un nombre me llama la atención, lo apunto. Algunos están asociados a malos recuerdos, como el de un petrolero que me hizo pasar muy mal rato entre Menorca y Cerdeña, o un pesquero de Santa Pola con prisas y de regreso a puerto, gobernado por un perfecto hijo de la gran puta, que me pasó, desde babor y yendo yo a vela, a un metro exacto de la proa, dejándome una sensación de furiosa impotencia que no olvidaré en mi vida. En cuanto a los barcos deportivos, es frecuente que sus nombres reflejen el carácter, ensueños o sentido del humor de sus propietarios. Los hay de talante modesto, como Cascarón; musicales –el Syrtaki de mi compadre Luis Salas–, y con sentido del humor, como Socarrao y Saleroso. Tampoco faltan los agresivos –Barracuda, Tiburón–; los tiernos con un toque cursi –Mi sueño–; los patrones ajenos a toda superstición, capaces de llamar a su barco Borrasca o Tormenta; los de manifiesta mala leche –Piraña–, o los que van sobrados por los mares: Love Machine. Otros nombres, como el Viera y Clavijo del capitán Siso, son monumentos flotantes a la nostalgia. Me enternecen los que no se complican la vida: Lola, Carmen, Manolo, Encarni y cosas así; y también los barcos guiris cuyos propietarios se hacen la chorra un lío con los idiomas o el paisaje a la hora de bautizarlos: Bono viento, Gitana mora, Fiesta hispaniola. En mi lista de nombres tampoco faltan un cinéfilo –Ventury Fox– ni un indeciso: Depende.
La historia más pintoresca de nombres de barcos la viví en persona hará diez o doce años, cuando escuché por radio una llamada de socorro en los siguientes términos: «Arriba España, mayday, mayday. Latitud tal, longitud cual. Mayday. Arriba España». Hasta que llegué al lugar del siniestro, dispuesto a prestar auxilio, estaba convencido de que se trataba de un fantasma de la Guerra Civil, y que cuando llegase allí me iba a topar con el espectro del crucero Baleares hundiéndose de proa bajo los focos del Boreas y el Kempelfelt. En vez de eso, lo que encontré fue una embarcación a motor de ocho metros con banderas rojigualdas pintadas a una y otra banda; y a popa, flameando al viento, una enorme enseña franquista con el escudo de la gallina. Había a bordo un tipo flaco y moreno, de edad madura, con gorra de capitán. Sin poder darle crédito a la cosa –apartaba los prismáticos para frotarme los ojos y volvía a mirar de nuevo–, comprobé que el nombre de la embarcación, pintado con letras bien gordas, era precisamente ése: Arriba España. Luego supe que el patrón era miembro de un club náutico próximo, y obviamente más surrealista y facha que la madre que lo parió. Se había quedado al garete por una avería del motor, y derivaba hacia la costa. Le di un cabo hasta que vinieron a remolcarlo, solucionamos el asunto, y allá se fue el hombre con su barco y sus banderas. «Es para joder a los rojos», dijo al despedirse. «Así, cada vez que alguien me llama por radio, lo obligo a decir Arriba España.»
XL Semanal
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