
Lástima que no se le ocurriese este modelo al presidente cuando el PIB crecía más del tres por ciento, el trabajo se multiplicaba solo y el dinero caía de los árboles. En sus primeros cuatro años, el zapaterismo no echaba en falta ninguna transformación productiva ni se quejaba de falta de competitividad, sino que sacaba pecho y se ufanaba de haber mejorado la prosperidad heredada. Tanto blasonaba que los dirigentes del PP le acusaban, celosos, de haberles robado la patente del invento. Entonces nadie despotricaba del ladrillo, ni del turismo, ni de los servicios, ni de las burbujas financieras. Ningún socialdemócrata renegaba del odioso modelo «neocon». Los magnates ladrilleros, reyes del hormigón armado y demás cementeros ilustres tenían paso libre y vara alta para almorzar en la Moncloa, y a algunos hasta les ofrecían quedarse con los bancos y las eléctricas. Y la economía insostenible sostenía un tren de vida tan lleno de optimismo y euforia que el gran descubridor de tendencias, el paladín de la modernidad y el futuro, se atrevió a pronosticar la inmediatez de un horizonte de pleno empleo. Lo que se llama un visionario.
Ahora ya nada de eso vale. Fue un error de los conservadores, de los neoliberales, de los especuladores oportunistas y de los depredadores medioambientales. Hay que crear un nuevo modelo productivo en el que luzca el sol de la sostenibilidad y el I+D+I. Improvisar un giro diametral de las bases de la economía nacional en el laboratorio de la política, como si se tratase de un estatuto de autonomía o de una ley de derechos sociales. Por mayoría simple si menester fuera. A golpe de ocurrencia subvencionada. Con la música del «new deal» de Obama y la letra de los gurús posmodernos del gabinete estratégico de Moncloa. A fuerza de un adanismo iluminado que encuentra brotes verdes bajo las grúas paradas, allá donde la gente común sólo ve crecer jaramagos.
ABC - Opinión
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