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En los últimos cinco años, España se ha limitado a apoyar en la OTAN prácticamente todas las iniciativas comunes, pero por la vía del asentimiento pasivo. Es cierto que no es el único país que mantiene esta posición evasiva y ambigua, pero eso no exime al Gobierno de su responsabilidad. El nuevo presidente norteamericano, Barack Obama, ha expresado claramente que desea que la misión de la OTAN en Afganistán se oriente más activamente hacia las labores de la reconstrucción, como insiste en defender el Gobierno socialista, pero a Washington eso no le impide llevar a cabo una política militar más contundente. De hecho, es muy probable que las tropas norteamericanas tengan que enviar refuerzos para evitar que las españolas sean rodeadas por el enemigo.
Las elecciones que se celebrarán en el mes de agosto en Afganistán serán un punto de fuga para la consolidación del frágil entramado institucional que la OTAN y la comunidad internacional en general tratan de apuntalar desde hace siete años. Bastaría que los talibanes las hicieran imposibles a base de atentados e intimidaciones para romper la necesaria legitimidad necesaria, y por este motivo resulta tan importante que España envíe tropas adicionales para ayudar a los afganos a empezar a vivir en paz y en libertad. Los talibanes saben que, cuando advierten que los soldados extranjeros pueden morir en aquel lejano país, logran sembrar la duda en la sociedad española. Sin embargo, nadie puede olvidar que no fue Occidente el que empezó esta guerra y que, a diferencia de lo que hicieron otras potencias en el pasado, los miembros de la OTAN están en Afganistán defendiendo su propia seguridad. La misión no puede fracasar bajo ningún concepto, porque no sólo está en juego una operación militar en un país remoto, sino -como sabemos por experiencia- la seguridad en nuestros propios países.
ABC - Editorial
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