jueves, 5 de febrero de 2009

Un mensaje inaplazable. Por Hermann Tertsch

NO seré yo el que me dedique a enseñarle a manejar los tiempos al Vaticano. Ya tenemos en este país mil payasos, media docena de teólogos y legión de políticos y periodistas -enemigos de la Iglesia en su mayoría- que se empeñan en marcarle al Vaticano el camino para llegar a convertirse en una institución gaseosa que a ellos les convenga y divierta. Muchos de ellos están estos días triunfantes. Han olido carnaza argumentativa contra el Papa Benedicto XVI. Habrá quien diga que a este Papa siempre le han tenido muchas ganas desde quienes quieren que la Iglesia católica, el Vaticano, se convierta en una especie de ONG yeyé, como ha sucedido con tantas iglesias luteranas. Lutero, aquel hombre implacable que dejó de tener sitio en una iglesia blanda y corrupta en su día, hoy estaría probablemente abrumado por la consecuencia de sus actos. Las diversas iglesias surgidas a lo largo de los siglos de sus reformas han derivado en capillitas, todas ansiosas por presentarse como la franquicia más cómoda y acomodaticia del Zeitgeist. Roma no lo ha hecho y las pruebas tremendamente contundentes de ello son los dos últimos Papas, que, tan distintos entre sí, han dejado claro que lo que se llama la modernidad es una cuestión que, por pasajera y trivial, afecta bien poco a la institución.

Pero hay veces en las que también el sucesor de Pedro se equivoca por acción u omisión. Benedicto XVI quiso perdonar a cuatro obispos que se unieron en su día al arzobispo cismático Marcel Lefebvre y fueron excomulgados por ello. El cisma lefebviano es historia. Como lo es la Teología de la Liberación, tan jaleada en su día por los regímenes comunistas del Este de Europa y los marxistas y enemigos de la Iglesia católica en todo el mundo. Eran los dos extremos de una pugna en confusión, generada a partir de las convulsiones surgidas del Concilio Vaticano II. Aquello ha pasado. Por eso Benedicto XVI se ha decidido a levantar como acto de perdón las excomuniones de cuatro obispos de aquella secta cristiana. Pero los dos milenios de sabiduría deberían haber hecho saber al entorno del Papa que el perdón a alguien que ofende a millones requiere contrición, retractación y humildad del perdonado. Porque si no multiplica el pecado y la ofensa. El obispo británico Richard Williamson, el perdonado en cuestión, es un delincuente que ha negado el Holocausto y trivializa el genocidio nazi. Y no se ha retractado de sus infames palabras, que son un insulto para millones de muertos. Perdonar a este individuo sin exigirle previamente la retractación pública y humillada era un disparate. Y nada piadoso. En esta cuestión el sabio Vaticano ha actuado como si del ministerio de Moratinos se tratara. Ayer, la Secretaría de Estado del Vaticano enmendó este error exigiendo dicha retractación pública a Williamson. Pero después de que durante días una ola de indignación causara inmensos daños a las relaciones de Roma con el judaísmo y con todos aquellos justamente indignados, entre ellos la canciller del país de origen del Papa Benedicto, Angela Merkel. El daño está hecho. Habrá que limitarlo. Por supuesto que este hecho ha desatado una campaña contra el Papa. Existe siempre. Pero nutrirla con combustible de tanto octanaje parece impropio de la Iglesia. La buena fe nunca lo es todo.

ABC - Opinión

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