jueves, 25 de enero de 2007

Ciudadanos insatisfechos redescubren la política

En Europa y en América latina la democracia clásica resulta insuficiente. La participación activa de la gente recupera su valor transformador. Superada la mitad de la primera década del Tercer Milenio ya sería posible aventurar un pequeño balance preliminar y sugerir algunas perspectivas de evolución de los regímenes democráticos para los próximos años.

Tanto en Europa como en América latina, el problema más importante que se presenta es el de la calidad de la democracia definida con referencia a la estabilidad de los gobiernos, a la satisfacción de los ciudadanos, a la capacidad y la honestidad de los gobernantes.
Prácticamente en todas partes fracasaron las alternativas más netas y drásticas, vale decir, los regímenes autoritarios, introducidos quizá por golpes militares y sostenidos por las fuerzas armadas.

De todos modos, no es aceptable que los gobernantes democráticos justifiquen su poder casi exclusivamente de manera negativa: ser menos malos que los otros.

Es verdad, sin embargo, que en algunos países ex comunistas de Europa oriental, líderes anteriormente comunistas que aprovechan, por un lado, su capacidad para organizar y manipular las elecciones, y por otro, el control de las ingentes riquezas que derivan de los pozos petrolíferos en su territorio, han logrado mantener el poder bajo formas y modalidades aparentemente democráticas. Muchos de esos regímenes son democracias de fachada en las que, por otra parte, los ciudadanos aprendieron a organizarse y no han perdido la esperanza de alcanzar una democracia decente.

Es fácil prever, de hecho, que razones generacionales y desafíos del mercado y la globalización, además de los criterios que la Unión Europea obliga a respetar a quien quiera incorporarse, impondrán algún cambio/adaptación, incluso significativo. Es difícil, en cambio, creer que la democracia se consolidará en ausencia de una sociedad civil culta y autónoma.

La democracia es siempre exigente, no sólo con los gobernantes y los representantes, sino también con los ciudadanos y sus asociaciones. Justamente, el problema del resto de Europa y de casi toda América latina, es que la democracia clásica -basada en elecciones, Parlamentos, gobiernos, alternancia producida por las preferencias modificadas de los ciudadanos- parece ya no ser suficiente y a la vez parece provocar tensiones y, en cierto sentido, fugas, desviaciones del contexto democrático.

La solución tradicionalmente más simple en las democracias que funcionaban poco y mal consistió más de una vez en el pasado en confiarse a un hombre, o en abandonarse a una deriva, en parte populista y en parte plebiscitaria. Este fenómeno por cierto no ha desaparecido ni en América latina ni en Europa.

En efecto, podríamos decir que la personalización de la política, presente un poco por doquier, excepto en las solidísimas, sobrias y austeras democracias escandinavas, es tan conforme a la naturaleza de las democracias contemporáneas como esa persistente estela de populismo que, dado que en las democracias el poder es también del pueblo, nunca podrá ser eliminada de los regímenes democráticos reales.

Dicho esto, no todo lo que vemos ahora y que es posible prever para el futuro representa lo que ya ocurrió.

Por lo menos un fenómeno nuevo importante parece haber hecho su ingreso en la práctica y el debate democráticos. Este fenómeno está representado por la existencia -y el aumento del número- de ciudadanos conscientemente insatisfechos que saben que la política es importante y que, por consiguiente, piensan desempeñar un papel activo en términos no sólo de las modalidades clásicas de la participación política, a través del voto y sus asociaciones, sino también en términos de protesta consciente y sostenida en el tiempo.

Si en una época los políticos podían tratar de aislar sus actividades y ponerlas en posición dominante respecto de la sociedad, cada vez resulta más evidente que la política actual y del mañana se hallará inmersa en la sociedad y que la sociedad querrá y sabrá rodear a la política y penetrar en ella más o menos profundamente cuando sea necesario haciéndolo justamente con la protesta. Con esto no quiero decir que la protesta constituya un fenómeno siempre e inevitablemente positivo ya que obliga a los políticos a reaccionar con frecuencia y rapidez a las presiones sociales y por ende les impide decidir con frialdad y con miras a largo plazo.

Asistimos, por consiguiente, también a intentos de descentralizar las decisiones, de clasificar y redistribuir las responsabilidades, de desacelerar el ritmo de la política, de reconquistar espacios de decisión específicos para los políticos en el gobierno.

En cierta medida, todas las formas y las técnicas de la llamada democracia deliberativa y de los jurados de los ciudadanos sirven no sólo para dar una apariencia de participación incisiva, sino también para desacelerar el frenético ritmo de las democracias contemporáneas.

No debemos preocuparnos por estos nuevos procedimientos. Al contrario, debemos tomar nota de que la política democrática necesitará nuevos instrumentos. No sabemos si los nuevos instrumentos bastarán para construir una buena política democrática. Podemos, no obstante, tener relativa confianza en que muchos de los ciudadanos que han pasado a ser ''democráticos'' en los últimos tiempos no renunciarán a sus posibilidades de participación y de protesta.

Entonces, las tensiones y los contrastes que merecen nuestra atención, como analistas de la política, como protagonistas de la política, como ciudadanos, de viejas y nuevas democracias, serán justamente los referidos a participación y protesta, por un lado, y populismo y plebiscitarismo por el otro.

La mejor solución -siempre inestable, y por eso mismo siempre reformable con referencia a los deseos y preferencias de los ciudadanos- es que ninguno gane de manera decisiva.

Gianfranco Pasquino (Bitácora) (24/01/07)

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