domingo, 20 de marzo de 2011

¿Qué hacemos con Libia?. Por José María Carrascal

Gadafi está ya condenado. Pero eso sería el principio. El final es establecer en Libia un régimen más justo, más democrático.

«Se da usted cuenta, señor presidente, de que va a poseer un país?», preguntó el general Colin Powell, entonces Secretario de Estado USA, a George W. Bush, cuando éste anunció a su gabinete que iba a invadir Irak. La réplica de Bush Jr. delataba su nerviosismo: «¿Está usted conmigo o contra mí?» «Con usted, naturalmente, señor presidente», respondió Powell, que poco después abandonaría el cargo.

¿Se dan cuenta los países que se disponen a intervenir en Libia que van a poseer aquel país? Tengo la impresión de que no, de que por razones humanitarias y de otra índole, van a meterse en una aventura bastante mayor de lo imaginado. Nos aseguran que su propósito es no intervenir directamente, sino establecer una «zona de exclusión aérea sobre Libia», tal como autoriza la resolución del Consejo de Seguridad. Pero eso, que paralizaría la aviación de Gadafi, no basta para detener a sus tanques. Por lo que la resolución va más lejos y autoriza a «tomar todas las medidas necesarias para proteger a la población civil». O sea, a impedir que las tropas de Gadafi sigan avanzado e incluso, a obligarlas a retirarse del territorio conquistado. Lo que supondría, por lo menos, bombardearlas y, posiblemente, coordinar ataques con los insurgentes para que recuperen la iniciativa. En otras palabras: tomar parte activa en una guerra civil, inclinándola a favor del bando anti Gadafi, lo que sin duda podrá lograrse, dado el potencial militar de esta nueva «Santa Alianza» ante las costas de Libia. En este sentido, Gadafi está ya condenado, tras no contar ni con el respaldo árabe.


Y entonces, ¿qué? Pues eso sería el principio, no el final. El final es establecer en Libia un régimen más justo, más abierto, más democrático, como han empezado a hacer sus vecinos. Pero Libia no es Egipto ni Túnez. Es un país sin estructura —la única que funciona es la tribal—, sin ejército —formado por mercenarios—, sin otro recurso que el petróleo, que ha permitido a los escasos habitantes —4 millones en una extensión 3 veces la de España— descargar todas las labores en trabajadores extranjeros. ¿Cómo se organiza allí un Estado, una administración, una justicia, unos partidos? ¿Y quién? Norteamericanos, franceses, ingleses, españoles ya han dicho que se limitarán, a defender a los libios de Gadafi. Pero, ¿se dan cuenta de que librándoles de su dictador, tendrán que hacerse cargo del país? Sospecho que no, como Bush Jr. no quiso darse cuenta de que tendría que hacerse cargo de Irak cuando decidió intervenir. Aunque la intervención permitirá a Sarkozy, Cameron y Zapatero hacerse perdonar sus arrumacos con Gadafi, recomponer su averiado prestigio interno y que se olvide la crisis por unos días. Siempre que no acabe como las de Irak y Afganistán. Sería la más cruel de las paradojas. Y la más cara.

ABC - Opinión

Zapatero va a la guerra. Por Eduardo San Martín

Aún en mayores proporciones que Gadafi, Sadam masacró a su pueblo, en especial a kurdos y chíies.

Semejanzas. Aún en mayores proporciones que Gadafi, Sadam masacró a su pueblo, en especial a kurdos y chíies; y, como el dictador libio, eliminó violentamente toda oposición y pretirió el bienestar de su pueblo en favor de sus sueños de dominio regional. Y apoyó acciones terroristas. Sin embargo, aquellos voceros de la legalidad internacional tan respetuosos con las soberanías nacionales en el caso iraquí encabezan hoy una intervención militar contra Libia. Necesaria, desde luego.

Hay diferencias, claro. El motivo invocado en la guerra de Irak resultó ser una pamema inducida por el propio Sadam: no había armas de destrucción masiva, aunque ni Francia ni Rusia, los grandes opositores del momento, dudaran entonces de su existencia. ¿Quiere esto decir que la ONU habría autorizado intervenir en Irak si el motivo aducido hubiera sido el mismo que para la operación contra Libia? En absoluto. La causa alegada, o la distinta naturaleza de la misión (aunque eso ya se verá), importaba menos que la identidad del líder de la coalición proponente, el infamado George W. Bush. Por razones inconfesadas —sus propios intereses nacionales, la perspectiva de futuros negocios y resistencias seculares a la hegemonía americana—, franceses y rusos boicotearon aquella coalición. Y remaron a favor de una opinión internacional con el gen antibelicista sobreexcitado por los ardores guerreros de Bush.

La coalición contra Libia la dirige Francia, y esa es una diferencia determinante. Zapatero cree, pues, que no asume riesgos de partida sumándose con entusiasmo a la operación. También lo creía Aznar. Pero Irak y Kosovo enseñan que, a afectos de opinión pública, importa más el resultado que una legalidad internacional trucada. Y nadie puede garantizar el éxito de una operación militar una vez emprendida. En la blogosfera se puede comprobar: el pacifismo de dirección única que anida en muchos votantes de izquierda espera con los dientes afilados cualquier tropezón.


ABC - Opinión

Vayan, desnúdense y corran. Por Alfonso Ussía

Pero no lo hagan a un templo cristiano, a una capilla católica, porque nadie les va a responder con suciedad y violencia. No se trata de la Historia de la Iglesia sino de la realidad actual. Por supuesto que una parte de la Historia de la Iglesia está protagonizada por la intolerancia y la violencia. Pero hoy es el soporte del humanismo cristiano, de los derechos y libertades de los seres humanos, del pacifismo bien entendido. Es más, una considerable proporción de los dogmatismos progres están inspirados en las acciones humanitarias de la Iglesia. Es muy fácil herir a los cristianos. Responden rezando. Se ha demostrado en la Misa de la capilla universitaria de Somosaguas. Estos jóvenes que vejan, humillan y destruyen la armonía de los lugares sagrados no son nada originales. Y menos aún, valientes. Miren hacia atrás y verán las iglesias de Madrid ardiendo, las imágenes de Cristo y de la Virgen tiroteadas y mutiladas, los sagrarios profanados y las riquezas artísticas destrozadas o ausentes después de los saqueos.

Si les gusta provocar, o vengarse de los que creen, o reírse de los que en Dios encuentran la razón fundamental de sus existencias, vayan y desnúdense en la mezquita de la M-30. Háganlo a la luz del día, y en los momentos de la oración. Vayan, desnúdense y corran, porque el Islam no recomienda poner la otra mejilla cuando la primera ha sido abofeteada por la perversidad. Sucede que también la mezquita de la M-30 está en Madrid, y sujeta a las leyes españolas, también inspiradas en gran medida en el pensamiento cristiano. Sean más valientes las chicas despelotadas en la capilla de Somosaguas y viajen a una nación musulmana. Irán, por ejemplo. Hagan turismo, y cuando se sientan animadas, acudan a una cualquiera de sus mezquitas –no encontrarán allí iglesias católicas–, y quítense la ropa. Vayan y desnúdense. Muestren sus tetas blancas y occidentales a los ojos de los creyentes en Alá. Sin prudencias. Y corran. En esta situación, corran de verdad, a toda pastilla, porque de ser interceptadas experimentarían la deliciosa muerte que la Alianza de Civilizaciones reserva a las mujeres adúlteras, o indecentes, o simplemente críticas con el Islam. Ya no enseñarán más las tetas, porque se las enterrarán momentos antes de ser lapidadas. O las mantendrán cubiertas de por vida en las prisiones nauseabundas donde la esperanza no existe. Profanar una iglesia católica en España no tiene mérito alguno. Se profana y ya está. Lo más que le puede suceder a los profanadores es que Berzosa les advierta que de seguir así podrían suspender una asignatura. Una advertencia gravísima, injustísimo castigo. Aquí no, valientes estudiantes profanadores de iglesias y agresores contra la fe de millones de españoles. Aquí enseñar las tetas y proceder al fornicio junto a un altar es cuestión de desnudarse y darle al meneo. Resulta más interesante superar el riesgo. Sólo el riesgo de retar a lo prohibido limpia la suciedad de una acción. Iran, Irak, el Yemen, Arabia Saudí les esperan. Vayan, desnúdense y corran. Les recomiendo que lleven patines para deslizarse a mayor velocidad sobre los mármoles de los lugares de Alá y de Mahoma. Ellos están en el siglo XI y no entienden bien los brazos caídos ante la agresión y el ofrecimiento de la otra mejilla. Pero si no quieren viajar, vuelvo al principio. A la mezquita de la M-30 de Madrid. Vayan, desnúdense, enseñen las tetas y corran. La que consiga llegar a la casa del Rector Berzosa podrá considerarse muy afortunada.

La Razón - Opinión

El quinto jinete. Por Ignacio Camacho

La catástrofe de Fukushima supone un retroceso objetivo de dos décadas en el debate sobre la energía nuclear.

«Es más fácil desintegrar un átomo
que un prejuicio»

(Albert Einstein)

CUANDO se estrella un avión suele producirse un debate público sobre la seguridad de la navegación aérea, pero nadie pone en cuestión la esencia ni la necesidad de la aviación civil. De hecho, la investigación de las causas y consecuencias de cada siniestro da lugar a nuevos protocolos que refuerzan los estándares de protección de los vuelos y subsanan los defectos de fabricación de las aeronaves. Sin embargo, los accidentes nucleares provocan una inmediata reacción de pánico colectivo que cuestiona de raíz la existencia misma de la energía atómica, asimilada a los más profundos terrores y pesadillas del ser contemporáneo. Si el hecho de volar remite al mito de Ícaro, al atractivo desafío aventurero de la limitación humana, el adjetivo nuclear evoca en su propio enunciado un tabú insondable, un horror supersticioso vinculado desde la hecatombe de Hiroshima a los males más tenebrosos de la modernidad: la capacidad industrial de hacernos daño a nosotros mismos a una escala cataclísmica de destrucción. Es el Quinto Jinete, el símbolo espeluznante y macabro de la desolación, el epítome de ese apocalipsis milenarista que representa la nueva peste del mundo tecnológico.

Ese intenso mecanismo emotivo carece de antídotos porque procede del sustrato más remoto de la conciencia. No es posible combatirlo desde la lógica, ni desde la racionalidad, ni desde el cálculo. Pertenece al territorio intangible del miedo y se residencia en esa primigenia región cerebral que es el hipotálamo. Pero no es sólo una reacción neuronal del individuo sino una psicosis de la conducta social que se despliega con la fuerza devastadora de un sentimiento telúrico. En lo que tienen de creencias simbólicas fuertemente arraigadas en la condición humana, los mitos poseen una potencia narrativa pasional e indomable, capaz de imponerse a cualquier explicación científica, económica o simplemente informativa. Son imbatibles, inatacables, blindados.

Por eso la catástrofe de Fukushima, al margen de cuáles sean sus consecuencias finales –hasta ahora no consta ningún muerto, ni siquiera una contaminación radiactiva dramática, aunque no sea en absoluto descartable—, supone un retroceso objetivo de al menos veinte años en el debate sobre la energía nuclear. El tremendismo informativo de la opinión pública occidental no es un vulgar ejercicio sensacionalista, sino la expresión de un estado de ánimo general incuestionable. Más allá de los obvios prejuicios ideológicos y del ventajismo antinuclear, la crisis japonesa demuestra que el miedo es, desde ahora, una variable más a evaluar entre los factores convencionales de la controversia atómica. Y sin duda el más difícil de manejar en cuanto responde a un patrón compulsivo, contagioso e incontrolable.


ABC - Opinión

Sentido de Estado

Desde que se conociera el decidido apoyo del Gobierno socialista al ataque contra Libia ha surgido simultáneamente un esfuerzo en las filas socialistas por marcar distancias con la guerra de Irak y reseñar las diferencias en la génesis y el desarrollo de ambos conflictos. El propio presidente del Gobierno ha hablado de la resolución de Naciones Unidas como elemento clave de la presencia de un importante contingente español en esta guerra contra Gadafi. Lo cierto es que todavía hoy los juristas y expertos en Derecho Internacional discuten y discrepan sobre la cobertura legal de la intervención contra Sadam Hussein y existe una línea de opinión muy pujante que entiende que las resoluciones de la ONU dieron la cobertura necesaria a la acción contra el tirano iraquí, en la que, por cierto, las tropas españolas sólo participaron en el plan de estabilización. Más allá de esa polémica jurídica, entre ambas situaciones existe una diferencia sustancial en el terreno de la política nacional. Hoy, el principal partido de la oposición respalda la posición del Gobierno y de los aliados y renuncia a instrumentalizar la crisis contra el Ejecutivo. El PP ha demostrado el sentido de Estado que cabe exigir a las grandes fuerzas políticas con aspiraciones de alcanzar el poder. La lealtad en instantes tan cruciales y delicados como son los derivados de una guerra es un ejercicio de responsabilidad encomiable. En la contienda de Irak, el PSOE hizo exactamente lo contrario y colocó sus intereses de partido por encima de los generales. Se embarcó en una campaña de agitación y propaganda contra el Gobierno y consiguió en buena medida distorsionar y confundir las claves en las que se fundamentó la operación multinacional contra Hussein. Zapatero alentó aquel clima de desprestigio contra Aznar en colaboración con una izquierda trasnochada integrada por artistas y sindicalistas. Los mismos que ayer justificaron el ataque contra Libia como un «mal menor».

El discurso oficial defiende la operación contra Gadafi como moralmente aceptable y legalmente impecable, mientras que la que acabó con Sadam Hussein fue del todo repudiable. Lo innegable es el resultado. Aquella intervención supuso el final de una dictadura atroz y la implantación con muchas dificultades de una incipiente democracia con elecciones libres.

No existen guerras inocuas y, muy probablemente, los ataques de la coalición multinacional provocarán daños colaterales en Libia, exactamente igual que sucedió en Irak. La doble moral de cierta izquierda española ha quedado de nuevo al descubierto, así como la falsedad de su discurso pacifista. No se han escuchado sus voces en estas semanas de combate en Libia, como tampoco se han oído por los muertos que se amontonan en países como Yemen, Bahréin o Siria, y de los que la comunidad internacional no quiere saber nada.

El fin de un régimen terrorista y genocida como el de Gadafi tiene que ser siempre un deber moral para el mundo libre. La responsabilidad de los partidos de Gobierno es asumir sus compromisos internacionales en defensa de un bien común.


La Razón - Editorial

Gadafi frente a todos

La comunidad internacional no debe olvidar que su objetivo es proteger a la población civil.

Apenas dos horas después de que las potencias reunidas en París alcanzaran un acuerdo para hacer que Muamar el Gadafi se atuviera a los términos de la resolución 1.973 del Consejo de Seguridad, la aviación francesa lanzó su primer ataque contra blindados del ejército leal al dictador libio. Poco después, fue Estados Unidos. A lo largo de hoy y en los próximos días se completará el dispositivo militar internacional, que cuenta con el apoyo de la Liga Árabe. El Gobierno español ha tomado la decisión correcta al anunciar el envío de aviones de combate y poner a disposición de la coalición las bases militares necesarias para el desarrollo de las operaciones dirigidas a proteger a la población civil libia.

La rápida respuesta francesa y norteamericana demuestra que el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre Libia no exigía la previa destrucción de sus baterías antiaéreas y sus sistemas de radares. Este argumento no ha sido sino una excusa que ha retrasado varias semanas la respuesta internacional a Gadafi, con un alto coste en vidas humanas y una innecesaria complicación de la situación tanto en el interior de Libia como en el conjunto de la región. El mensaje político que trasladaba a otros dictadores la inacción de la comunidad internacional podía conducir a una radicalización de la represión de las revueltas, acentuando la inestabilidad. Lo que no se ha permitido a Gadafi tampoco se debe tolerar a Yemen y Arabia Saudí, por más que la respuesta no deba ser militar como en el caso de Libia. Emplear una diplomacia más enérgica frente a estos países es el mejor camino para prevenir las opciones extremas.


La respuesta de la comunidad internacional no debería perder en ningún momento de vista que el objetivo perseguido es impedir que Gadafi siga cometiendo crímenes de guerra. Aunque el establecimiento efectivo de la zona de exclusión aérea suponga una ventaja militar para los rebeldes, son estos quienes tienen que conseguir la caída del tirano. Lo contrario dañaría la legitimidad que necesitan para levantar el régimen que podría sustituir al de Gadafi. Por más que la comunidad internacional desee la caída del dictador, el papel que tiene asignado no es promover la democracia, sino proteger a la población que este se propone masacrar.

La decisión era necesaria y ha cumplido con los requerimientos de la legalidad internacional. Su gravedad, con todo, exigirá que la coalición extreme el rigor en los siguientes pasos a adoptar en los próximos días. Si en Túnez y en Egipto eran limitadas las posibilidades de que una dictadura fuera sustituida por otra, puesto que la victoria contra sus respectivos tiranos fue resultado de manifestaciones pacíficas, la guerra que ha estallado en Libia por culpa de Gadafi augura una transición más compleja. Encerrar otra vez en su botella el genio de la violencia es una tarea que corresponde sobre todo a los libios. Pero la comunidad internacional no puede permitirse errores. Ni los derivados de la inacción ni tampoco los del entusiasmo.


El País - Editorial

Punto de inflexión en la Complutense

Hay muchísima gente harta de dejarse avasallar por una izquierda que se cree única poseedora de la virtud y la moral.

La extrema izquierda suele creerse con derecho a hacer lo que le dé la gana, atropellando los derechos de aquellos ciudadanos que no comulgan con sus ideas. La única ley que conocen es la del embudo: han aprendido bien de sus mayores el desprecio por todo aquel que se limita a ejercer sus libertades. Como ellos, llaman laicismo al anticlericalismo más rancio, heredero de quienes quemaban iglesias y conventos. Pero la sociedad española, y no sólo la española, sigue viviendo en esa absurda hemiplejía moral que la hace mirar con mayor benevolencia sus abusos que los de la extrema derecha. De ahí que esta última sea tan minoritaria, mientras la extrema izquierda cuenta con millones de votos y representantes en el Congreso.

Se podrá discutir si tiene sentido que el Código Penal incluya castigo por la ofensa a los sentimientos religiosos, un delito del mismo orden que los que afectan al honor: siendo los daños inmateriales y difíciles de percibir, dan pie al abuso y la arbitrariedad en su aplicación. Pero lo cierto es que se considera delito, y como tal debe juzgarse la profanación de la misa de la Complutense; una liturgia que por más que resulte absurda o medieval para una minoría, es considerada sagrada para cientos de millones de personas de todo el mundo.


El millar de católicos que han acudido a la misa de desagravio un viernes por la mañana muestra a las claras que hay muchísima gente harta de dejarse avasallar por una izquierda que se cree única poseedora de la virtud y la moral. Que los más de cien millones de asesinatos del comunismo en todo el mundo no hayan mermado ese complejo de superioridad se debe, en buena medida, a que no hemos sido capaces de enfrentarnos a esa propaganda que nos martillea día y noche y que equipara ser de izquierdas con ser buena persona.

No es así. Quienes se dedican con tanto ahínco a burlarse de las creencias más profundas de los demás y a procurar destruir aquello que estiman como más sagrado puede ser muchas cosas, pero no moralmente superiores. Tampoco valientes, porque jamás hemos visto a estos extremistas burlarse del islam ni profanar mezquitas. Hay que enfrentarse a ellos y quitarles la careta, como ha sucedido esta semana en la Complutense. Esperemos que a partir de ahora esto sea la regla, y no la excepción, por más que no podamos esperar mucha ayuda de la derecha política, tan dispuesta siempre a mimetizarse con el paisaje socialdemócrata.


Libertad Digital - Editorial

Guerra justa contra un tirano

Del éxito de esta arriesgada misión van a depender las reglas que definirán el futuro de nuestro espacio geopolítico.

LA operación que la aviación militar francesa comenzó ayer tarde marca un punto de no retorno en las relaciones entre las dos orillas del Mediterráneo. Del éxito de esta arriesgada misión van a depender las reglas que definirán el futuro de este espacio geopolítico del que formamos parte, de manera que todos los países que han decidido sumarse a este esfuerzo de guerra tienen el mayor interés en que se lleven a cabo los objetivos que lo impulsan. El Gobierno de Rodríguez Zapatero, aunque el PSOE debería hacer memoria, cumple con su obligación al sumarse sin vacilaciones a la coalición militar, porque Libia no es un escenario lejano como Afganistán sino que su influencia y la de los sucesos que se desarrollan en su interior, afectarán directamente a países de la mayor importancia estratégica para España.

El liderazgo de Francia es precisamente el reflejo de que el presidente Sarkozy ha entendido perfectamente cuál es el desafío que encierra la lucha entre una dictadura podrida como la de Gadafi y la voluntad de las sociedades de los países árabes de levantar sus aspiraciones a vivir en libertad y democracia y, sobre todo, cuáles serían las catastróficas consecuencias en caso de que éste pudiera volver a afianzarse en el poder tanto para ellos como para nosotros. Es evidente que lo que ha sucedido en Túnez ha hecho cambiar la percepción de la política que Occidente ha privilegiado hasta ahora y ha puesto de manifiesto el grave error de vincular nuestras relaciones con regímenes totalitarios y en este campo no se le puede reprochar a Francia que intente corregir cuanto antes esta situación.

Por el contrario, la crisis libia ha puesto de manifiesto la más absoluta inanidad de la política exterior europea. La gestión de la Alta Representante Catherine Ashton ha sido especialmente desastrosa en todos los sentidos, hasta el punto que obliga a reflexionar seriamente sobre la necesidad de que la UE se haya dotado de un pomposo Servicio de Acción Exterior cuando ni siquiera en un caso como éste ha sido capaz de aparecer en escena. Los partidarios de que la UE refuerce su papel en el mundo deberían empezar a pensar seriamente en la necesidad de sustituir a la baronesa, cuyas cualidades podrían ser mejor aprovechadas sin duda en otros cometidos.


ABC - Editorial