Nuestro ministro del Interior travestido en antisistema. Tras el septenio negro, un delirio de traca final.
CUANDO jugábamos a policías y ladrones, los niños pelotas siempre querían ser los «polis». Supongo que porque en las películas son los guapos que se quedan con las chicas. Y porque en los guiones ñoños suelen ganar. Los ladrones, aparte del reproche social y de la mala prensa, tienen las del perder, al menos en el cándido mundo de los niños que aún juegan a esas cosas. Por eso los papeles se solían echar a suertes. Así, a todos nos tocó jugar como policías y como ladrones. Pero lo que ningún niño nunca pretendió fue jugar ambos papeles al mismo tiempo. Pues en esta España mágica que nos ha creado Alicia/Atila, ya ha saltado por los aires la sana lógica de los niños. Muchos pugnan por destacar en ello. Pero el campeón es nuestro inefable candidato Alfredo P. Rubalcaba, que por la mañana es Elliot Ness y por la noche hace arengas en la frontera canadiense para inundar de whisky irlandés el Chicago de la «ley seca». Habrá quien piense que es una ocurrencia suya reciente, agobiado como está por el hecho de que el «efecto Rubalcaba», que tanto prometía, ha revelado ser poco menos que una plaga de langostas para la cosecha de votos. Ya en Irún, en junio del 2006, nos demostró la habilidad de sus subordinados para organizar la captura de unos terroristas mientras ayudaban a éstos a escapar de ellos mismos. Hay que reconocer que comenzó fuerte, porque el caso Faisán es la sublimación misma de esa comunión de papeles. Después nos ha ejercido de «poli malo» con sus advertencias desconfiadas sobre ETA, hasta la impostada defensa de la prohibición de Bildu. De «poli bueno» ya hacía su periódico de campaña, Eguiguren y alguno más, con su defensa cerrada de la transmutación pacifista de los asesinos.
Con el frente norte ya en manos de sus socios, satisfechos de momento, Alfredo P. ha extendido el juego a toda España. Así, cuando se lanzaron a la calla miles de ciudadanos, víctimas del colapso económico y político de estos delirantes años, el vicepresidente y ministro del interior (a partir de ahora el candidato), vio que, como en Irún, le convenía estar en las dos partes. La cosa se complicó porque los indignados más agresivos comenzaron a violar las leyes y los derechos de otros ciudadanos. Y él se negó a cumplir con su deber y su juramento de respetar y hacer respetar las leyes. Se sacó de la manga el chascarrillo ingenioso de que la Policía no está para crear problemas. Cierto. La Policía está para garantizar el cumplimiento de la ley y velar por los derechos de los ciudadanos. Como el ministro. No hicieron ni lo uno ni lo otro. Y, como Mr.P no es tonto, a sabiendas de que, con esa frase, invitaba a quienes violaban la ley a amenazar con un problema mayor para garantizarse la impunidad. Así fue en Sol y en muchas plazas de España. Y se extendió la voz. Ahora, unas decenas de personas decididas a crear un problema pueden impedir el cumplimiento de la ley donde se les antoje. En un desahucio, en una detención y pronto, ¿por qué no?, en un atraco. Ahora, ya desatado en su entusiasmo por ser a un tiempo el guardia de la porra y el Cojo manteca, la ha tomado con los bancos. El responsable de defender la ley dedicado a la agitación de los peores instintos. A su edad, volcado a la demagogia que Fouché, el auténtico, sólo utilizó en su peor y sangrienta juventud. Nuestro ministro del Interior travestido en antisistema. Tras el septenio negro, un delirio de traca final.
ABC - Opinión
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