sábado, 4 de junio de 2011

La pena de Europa. Por Tomás Cuesta

Luego de compensar el estropicio y darle matarile a la epidemia, habrá que evaluar el tantarantán político.

DESPUÉS de establecerse que la bacteria criminal que está convirtiendo a Hamburgo en el escenario de «La peste» no fue despachada en nuestros invernaderos, el presidente del Gobierno se ha lavado las manos y le ha cargado los muertos a la señora Merkel. «A mí que me registren», ha venido a decir al igual que otras veces. «Pío, pío, que yo no he sido». Ahí acaba la historia y se despide el duelo. ¿De verdad? Más quisiéramos. Tras siete años cumplidos de trolas y de tretas, de falsificaciones descaradas, de aviesos fingimientos, ya no hay quien reconcilie la verdad con Zapatero. Tanto ha mentido, tanto ha escurrido el bulto, nos la ha dado con queso tantas veces, que cuando, como ahora, se declara inocente, provoca de inmediato una estampía de sospechas.

En cualquier caso, la crisis del pepino (la crisis del pepino o la alegría de la huerta; qué le vamos a hacer si en un país de chiste la risión contamina la tragedia) se puede solventar a fuerza de dinero. La alerta sanitaria, mucho más preocupante porque lo que está en juego no es sólo la cartera sino una verosímil mutación bacteriana peligrosa, es de esperar que sea doblegada por los hombres de ciencia. Pero, una vez que esté resuelto lo anterior, luego de compensar el estropicio y darle matarile a la epidemia, habrá que evaluar el tantarantán político que acaba de encajar una Europa maltrecha.


El dato bruto es que una funcionaria de tercer grado, desde la brumas de una ciudad del Norte, no ha tenido más que apelar a los viejos terrores locales para llevarse por delante toda la ficticia unidad europea forjada en estos años. La senadora de Sanidad de Hamburgo, Cornelia Prüfer-Storks jugaba a favor de corriente, es cierto. Ante los riesgos epidémicos de origen ignoto, todos los arcaísmos se desatan: el mal tiene que venir necesariamente de fuera, proceder de «otro», al cual nos sea cómodo juzgar inferior. La agricultura andaluza era una cabeza de turco perfecta. Como lo hubiera sido la siciliana o la cretense. Porque de lo que se trata es de hallar, no sólo explicación, sino ante todo culpable, para algo que escapa a la certeza de civilización inexpugnable que exige el afectado. Y hacer caer esa culpa sobre «otro», al cual uno sea esencialmente ajeno.

El problema es que ese retrasado «otro» —de Almería, Agrigento o Heraklion— es tan Europa —sobre la convención legal— como pueda serlo el adelantadísimo morador de Hamburgo. Y que, al exhibirlo como riesgo ajeno, la senadora estaba constatando la verdad que resiste, testaruda, a poca superficie por debajo de los tratados internacionales: que no hay Europa, más que en la plana retórica de los políticos que viven a costa de invocarla. En la misma medida en que los políticos españoles que exigen subvenciones compensatorias para olvidar el mal paso, están gritando a voces su complejo, apenas camuflado, de no ser otra cosa que vecinos pobres de un par de potencias —Alemania y Francia— que forjaron el invento de la UE para consolidar su común supremacía en un continente a punto de desmoronarse. Zapatero no ha preguntado por los alemanes muertos, a los cuales hubiera debido ver como conciudadanos. Ha reclamado el precio de los pepinos perdidos. En eso queda de Europa.


ABC - Opinión

0 comentarios: