miércoles, 15 de junio de 2011

La luciérnaga. Por M. Martín Ferrand

Algo debe de tener Pascual Sala, que tiende a incitar a la dimisión de quienes son sus pupilos institucionales.

ENTRE los poetas españoles del XIX, creo que fue Ramón de Campoamor uno de los que hizo más larga y brillante carrera política. Fue gobernador civil de Alicante, Castellón, Valencia y, además, diputado, director general de Sanidad y, entre doloras y humoradas, no sé cuantas cosas más. He buscado su nombre para, en el afán de entender lo que nos pasa —el derrumbe de las instituciones—, disponer de una voz con experiencia política. Así, entre las brumas de la memoria recuerdo algunos versos que, aunque escritos para glosar la existencia de los manicomios, le vienen como anillo al dedo a este triste fin de fiesta que acompaña el desvanecerse de José Luis Rodríguez Zapatero:

«... en esta santa mansión
ni están todos los que son,
ni son todos los que están».


En lo que se refiere al Tribunal Constitucional, un problema hondo como todo lo que es innecesario y se inscribe en el Presupuesto, Pascual Sala, su presidente, es y está. Y algo debe de tener el hombre, como tienen las luciérnagas capacidad para brillar en la noche, que tiende a incitar a la dimisión de quienes, en tiempo y forma, son sus pupilos institucionales. Hace quince años, aupado por el felipismo a la presidencia del Consejo General del Poder Judicial, vivió la experiencia, en el relevo de un Gobierno del PSOE a otro del PP, de la dimisión en lote de seis consejeros de tan alta y definitiva institución. Javier Gómez de Liaño, que en su momento fue promovido por el PP, Ignacio Sierra y otros tres magistrados próximos al PSOE y otro más, inducido por IU, hicieron entonces y allí lo que ahora y aquí, en el Constitucional, pretenden Elisa Pérez Vera y Eugeni Gay —dizque progresistas— y Javier Delgado Barrio, conservador según el mismo etiquetaje al uso.

El problema funcional fue entonces similar al presente, el del quórum mínimo para el funcionamiento de tan notables instituciones. Parecido fue también el ropaje con el que los ropones vistieron el problema, el límite de los plazos previstos por la norma para su función, e idéntica es ahora la primera medida para atajar el síndrome de sede vacante que aflige al Tribunal que, seguramente, nunca debió llegar a serlo y mejor hubiera funcionado como Sala especializada del Supremo: un ucase al presidente del Congreso para que quienes deben proveer provean.

La gran diferencia es que las dimisiones de entonces coincidieron con la llegada de un PP triunfal a La Moncloa y los de ahora perturban a un Gobierno más puesto a hacer las maletas para huir de la catástrofe y a un presidente que se mueve grogui por el escenario. Ahora, además, ni están todos los que son ni lo demás.


ABC - Opinión

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