sábado, 18 de junio de 2011

Epidemia griega. Por Ignacio Camacho

El fraude consistía en crear un Estado del bienestar ficticio a cuenta de emitir deuda y ocultarla en los balances.

CASI todo lo que dejaron por inventar los chinos lo inventaron los griegos: el teatro, los juegos olímpicos, la trigonometría, los efebos, las musas, la depilación, el yogur, la democracia. Los griegos antiguos, claro; los clásicos. Sus sucesores modernos son menos afortunados y están a punto de reinventar la bancarrota de Estado. El recorrido histórico que va de Pericles a Karamanlis es el que va de la ciudad-nación al fraude-nación y del brillante estadista al oscuro manipulador de estadísticas. Pericles fue el hijo ilustre de un político, Jantipo, y Karamanlis la oveja negra de otra estirpe de próceres, igual que este torpe Papandreu desciende de un Papandreu algo más listo. La degeneración dinástica no es un invento griego pero hay que reconocer que en los últimos tiempos lo han perfeccionado bastante.

El colosal fraude heleno se puede llevar por delante el euro y hasta la Unión Europea tal como la conocemos. La técnica del engaño se basaba en crear un Estado del bienestar ficticio a cuenta de emitir deuda y ocultarla en los balances. Un viejo procedimiento socialdemócrata que en Grecia adoptaron también los conservadores. Crearon subsidios, dádivas asistenciales y pensiones vitalicias que seguían cobrando los muertos. Multiplicaron los funcionarios de una administración corrupta y camuflaron el gigantesco déficit con un birlibirloque de ingeniería financiera. Cuando se descubrió el pastel el país estaba en quiebra irreversible, y ya ni urbanizando la Acrópolis podía pagar el rescate con que la UE acudió en defensa de su propia estabilidad monetaria. Los inversores que han prestado dinero en ese agujero sin fondo están a punto de palmar la inversión y empiezan a desconfiar de todo el mundo. En eso consiste el contagio griego: los acreedores son presa del recelo y están empezando a mirarnos a nosotros, los españoles, con cara de muy mala leche.

España no es Grecia, claro, pero convendría además no parecerlo. La sospecha de una deuda autonómica escondida y la dudosa contabilidad de las cajas de ahorros evocan los fantasmas atenienses, y este reciente clamor de indignadoscallejeros tiene un aire —por ahora menos virulento— a la protesta popular de los griegos que se rebelan contra banqueros y políticos. La gente que ha vivido por encima de sus posibilidades no está dispuesta a admitir la dolorosa realidad de un ajuste duro y se rebela contra los recortes que tratan de embridar el dispendio. En Grecia quizá sea ya demasiado tarde; está de hecho en suspensión de pagos y el ministro de Defensa se ha hecho cargo de las finanzas para implantar una economía de guerra. Huele a fracaso-país, a Estado fallido. Aquí aún estamos a tiempo de evitar el barquinazo, pero la terapia va a doler y no hay anestesia. Quizá se trate de elegir entre la indignación y la ruina antes de tener que apechar con las dos cosas al mismo tiempo.


ABC - Opinión

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