Antes de llegar a medidas que entrañen un perjuicio directo a las economías familiares, las administraciones públicas están obligadas a sanear sus estructuras.
AL mismo tiempo que el Fondo Monetario Internacional mejoraba las previsiones de crecimiento en Europa para 2011 y 2012 y rebajaba medio punto porcentual las que el Gobierno de Zapatero ha presentado para la economía española, el Banco de España publicó ayer las cuentas de las administraciones públicas. Por primera vez, la deuda de las comunidades autónomas supera, de media, el 11 por ciento de su producto interior bruto. Este porcentaje queda matizado —pero no pierde su significado alarmante— en cuanto se analizan separadamente las situaciones de cada comunidad autónoma. De esta forma se comprueba que Valencia y Cataluña superan el 17 por ciento; y Baleares y Castilla-La Mancha, el 16 por ciento.
En el conjunto de todas las administraciones públicas, la deuda ha crecido hasta el 63,6 por ciento del PIB. Unida a la deuda privada, la situación de endeudamiento de España sigue siendo determinante para impedir la recuperación económica y obligará a replantearse seriamente y en profundidad la viabilidad del estado actual de los servicios y de las funciones públicas. De las crisis se dice que permiten salir de ellas con más fuerza. Lo que no se dice con tanta frecuencia es que este resultado sólo es posible si se toman las decisiones adecuadas y se asumen los sacrificios asociados a esas decisiones. Hay dos opciones. La primera es pensar que el dinero público, en efecto, no es de nadie y, por tanto, ilimitado. La quiebra está garantizada. La segunda es aceptar que de esta crisis España va a salir empobrecida y que habrá que ajustar los niveles de gasto y de prestaciones a este nuevo nivel de vida. No se trata de desmantelar el Estado de bienestar, como denuncia con hipocresía la izquierda. El Estado de bienestar —cuya financiación tiene mucho que ver con la deuda autonómica—, entendido como el que se sustenta por una constante aportación de dinero público, está técnicamente quebrado y se mantiene, por ejemplo, a costa de no pagar facturas a los proveedores. Se trata de hacerlo viable cambiando aquellas premisas que han sido arrasadas por la crisis, como el principio de «gratis total» para determinadas prestaciones.
Ahora bien, antes de llegar a medidas que entrañen un perjuicio directo a las economías familiares, las administraciones públicas están obligadas a sanear sus estructuras, depurándolas de todo cuanto no sea realmente imprescindible desde el punto de vista del servicio público. Televisiones autonómicas, sociedades públicas paralelas, contratación de asesores y gabinetes y subvenciones prescindibles son focos de endeudamiento contra los que hay que actuar con preferencia a cualquier decisión que traslade al ciudadano el más mínimo coste de los servicios públicos que reciba.
En el conjunto de todas las administraciones públicas, la deuda ha crecido hasta el 63,6 por ciento del PIB. Unida a la deuda privada, la situación de endeudamiento de España sigue siendo determinante para impedir la recuperación económica y obligará a replantearse seriamente y en profundidad la viabilidad del estado actual de los servicios y de las funciones públicas. De las crisis se dice que permiten salir de ellas con más fuerza. Lo que no se dice con tanta frecuencia es que este resultado sólo es posible si se toman las decisiones adecuadas y se asumen los sacrificios asociados a esas decisiones. Hay dos opciones. La primera es pensar que el dinero público, en efecto, no es de nadie y, por tanto, ilimitado. La quiebra está garantizada. La segunda es aceptar que de esta crisis España va a salir empobrecida y que habrá que ajustar los niveles de gasto y de prestaciones a este nuevo nivel de vida. No se trata de desmantelar el Estado de bienestar, como denuncia con hipocresía la izquierda. El Estado de bienestar —cuya financiación tiene mucho que ver con la deuda autonómica—, entendido como el que se sustenta por una constante aportación de dinero público, está técnicamente quebrado y se mantiene, por ejemplo, a costa de no pagar facturas a los proveedores. Se trata de hacerlo viable cambiando aquellas premisas que han sido arrasadas por la crisis, como el principio de «gratis total» para determinadas prestaciones.
Ahora bien, antes de llegar a medidas que entrañen un perjuicio directo a las economías familiares, las administraciones públicas están obligadas a sanear sus estructuras, depurándolas de todo cuanto no sea realmente imprescindible desde el punto de vista del servicio público. Televisiones autonómicas, sociedades públicas paralelas, contratación de asesores y gabinetes y subvenciones prescindibles son focos de endeudamiento contra los que hay que actuar con preferencia a cualquier decisión que traslade al ciudadano el más mínimo coste de los servicios públicos que reciba.
ABC - Editorial
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