viernes, 8 de abril de 2011

La costumbre del poder. Por Ignacio Camacho

Paradojas de la larga hegemonía en un poder viciado: Chaves ha tropezado con el fantasma de Juan Guerra.

CUANDO llegó al poder en Andalucía, en plena eclosión del «caso Juan Guerra», lo último que podía imaginar Manuel Chaves es que acabaría él mismo envuelto en acusaciones de favoritismo familiar, escarnecido ante la opinión pública por comprometedoras sospechas de nepotismo. Y defendiéndose, como los hermanos Guerra, con el escudo de una legalidad que no protege el aspecto ético de las conductas políticas. Pero al final, en la última vuelta del camino de su larga trayectoria de dirigente público, ha topado con el fantasma que provocó la caída de su antiguo mentor y ulterior enemigo: el de la complacencia, el consentimiento o la complicidad con actividades de familiares directos situadas en el límite último, si no más allá, del decoro.

Juan Guerra, al menos, tenía una cierta coartada social. Era un pobre hombre, sin oficio ni formación, que encontró en la emergencia —y el beneplácito— de su hermano una oportunidad para medrar y desclasarse sin complejos. Pero los hijos de Chaves han tenido acceso a una educación privilegiada de estudios superiores e instrucción de posgrado. Con su currículum académico y el inevitable respaldo de su apellido podían haber encontrado empleos de razonable cualificación en sectores que no rozasen el ámbito administrativo en que la posición de su padre obligaba a evitar cualquier atisbo de conflicto de intereses. Compañías multinacionales, eléctricas, telecos, bufetes, auditorías, departamentos jurídicos, todo ese amplio organigrama empresarial donde siempre puede encajar sin problemas un economista o un abogado.


Sin embargo, optaron por introducirse en la zona más resbaladiza y delicada de un tejido económico en el que la Junta de Andalucía es el principal regulador y el primer contratista: el comisionismo, la gestión de ayudas públicas, la intermediación institucional. El terreno pantanoso en el que incluso desde la más benévola de las miradas resulta imposible sustraerse a la suspicacia del trato de favor o de la utilización de las influencias para vulnerar el principio de igualdad de oportunidades.

Sin entrar en la legalidad de los procedimientos —el entonces presidente debió ausentarse como mínimo en la reunión del Gobierno que concedía una millonaria subvención a la empresa que representaba su hija—, toda esta desagradable historia de negocios filiales más o menos comprometidos bosqueja el relato de una atmósfera viciada por la costumbre del poder. Un clima de identificación natural, espontánea, entre el ámbito privado y el público, vinculada a una suerte de relajado concepto de la impunidad moral que aflojaba cualquier autocontrol, cualquier cautela, cualquier remordimiento. Un espacio en el que el hábito de la hegemonía política difuminaba las fronteras de la duda hasta perder incluso el reflejo de los escrúpulos y el respeto por las apariencias.


ABC - Opinión

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