domingo, 13 de marzo de 2011

Sobre la naturaleza. Por José María Carrascal

«No obedecemos otra norma que la de nuestra conveniencia, con la arrogancia de los que se creen reyes de la Creación»

ACT of God llaman los anglosajones los eventos fuera del control humano, a los que los latinos llamamos desastres naturales, aunque tan naturales no son pues nos sorprenden y atemorizan siempre. Ahora que está tan de moda el culto a la naturaleza, convendría recordar que el hombre es el único ser que no se ha sometido servilmente a ella, y no ha hecho otra cosa desde el principio que contravenir sus leyes, lo que muy bien pudiera haber sido la causa de su expulsión del Paraíso. ¿Expulsión? Yo diría, salida voluntaria en cuanto empezamos a razonar. No por nada, todo arrancó del «árbol de la sabiduría», y la dichosa «la manzana del bien y del mal». Desde entonces, nuestro camino ha sido alejarnos lo más posible de aquel paraíso terrenal e imponer nuestras leyes a las suyas (eso sí, añorándolo, pues otra de nuestras principales características es creer que todo tiempo pasado fue mejor, como cantó con nostalgia el poeta). En cualquier caso, nuestro avance en el terreno de lo «antinatural» es espectacular: volamos sin ser aves y nos sumergimos en las profundidades oceánicas sin ser peces. Creamos calor en invierno, frío en verano y no obedecemos otra norma que la de nuestra conveniencia, con la arrogancia de los que se creen reyes de la creación.

Pero la naturaleza sigue ahí, bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas. Es más, sigue dentro de nosotros porque somos, nos guste o no, naturaleza, y quien lo dude no tiene más que recordar las maldades, tragedias, desastres causados por el hombre a lo largo de la historia, muy superiores a las causadas por la naturaleza, que se limita a cumplir sus leyes, mientras el hombre es capaz de violar las suyas, convirtiéndole en el más feroz de sus enemigos.

De tanto en tanto, sin embargo, la naturaleza nos recuerda que sigue ahí, que ni de lejos la hemos dominado del todo. Y lo hace con esa fuerza ciega, gigantesca, arrasadora que guarda en sus entrañas, con un terremoto, un ciclón, un tsunami, o todos ellos juntos, llevándose por delante cuanto encuentra a su paso, haciendo añicos nuestros juguetes y devolviéndonos a nuestra desnudez original. Igualándonos en suma. La naturaleza no discrimina entre hombre y mujeres, niños y ancianos, blancos y negros, cultos e incultos. Y esta visto que no le gustan lo más mínimos nuestros cada vez más fuertes desafíos: esas construcciones al borde mismo del mar sin tener en cuenta su fuerza, esas aglomeraciones urbanas que se convierten en ratoneras en caso de emergencia, la artificialidad creciente de nuestra vida, que nos hace depender de unos suministros vitales llegados de muy lejos. Y muestra su enfado de forma contundente, recordándonos que no somos los señores de la naturaleza. Somos parte de ella.


ABC - Opinión

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